El
regreso del cuate
SABINA: La reivindicación de los degenerados
El
mítico cantautor español Joaquín Sabina se presentó en Bogotá, y allí
estuvimos. Este es el relato de un concierto poco común, con un público poco
común, por el menos común de los maestros.
Autor: Juan José Díaz Martínez
Para Paula Otálora y Alejandro Moreno.
En
una no tan fría noche bogotana, con las complicaciones propias de un Día Sin Carro
en la capital, dos de nosotros -uno acompañado y otro con el valor de ir solo-
fuimos al encuentro de un hombre que, con otros tantos más, es el único capaz
de enfrentarnos con nosotros mismos y salir ganando.
Este
andaluz, totalmente particular en sí mismo, solo necesita aparecer para que su
público enamorado lo ovacione cual emperador. Entre escritores, poetas,
periodistas y músicos estábamos nosotros, sentados con los ojos iluminados de
cumplir por tres horas, lo que añoramos por años.
¿Pero
qué tiene este viejo verde, mentiroso y altanero para que valga la pena aún, a
sus cincuenta y quince, ir a verlo?
Fue
un periodista mejicano que durante su gira por América Latina con Joan Manuel
Serrat, llamada Dos pájaros de un tiro
(y posteriormente recargados), que los bautizó como el símbolo y el cuate.
Cualquiera
que haya escuchado a Serrat, sabe que no hay mejor descripción para él. Siempre
cantándole a los más grande, a lo más bello. Él es ese ídolo pop no pop, ese soñador de vida y de pelo
largo que todos, aun el más recto de los hombres, anheló un día ser. Es el
ídolo de los que vivimos con miedo.
Sabina
es entonces el cuate, el amigo, el hermano, el que le canta a lo que somos, el
que realza nuestros defectos de la manera más alta. No hay nada más incómodo
que mirarse desnudo en el espejo, que ver los imperfectos y ser juzgado por uno
mismo, de un modo que solo lo llegarán a juzgar en la habitación, y para lo
cual puede solo haber intimidad o desenfreno.
Con
esa voz de aguardientero, esa barba de días y cigarrillo en mano, le canta a
los más común, a los más bajo, a lo más ordinario. Eso lo vuelve sencillamente
extraordinario. Él no le canta a la vida sino a la muerte; al amor más noble,
puro y perfecto sino a los amores de noche y a las rupturas violentas; no le
canta a la paz sino a las guerras internas en las que acabamos con nosotros
mismos.
Son
las prostitutas, los ladrones, los borrachos y los donjuanes de noche sus
musas, su inspiración. Eleva su canto, no a lo más alto, sino a lo más bajo. Cómo
no amar a quien nos logra enamorar de una magdalena, de Magdala, encontrada
detrás de una gasolinera.
Tal
vez, la estética de las cosas no está en cómo son realmente, o cómo se
perciben, sino cómo logran ser contadas desde el corazón de un viejo trovador. Tiene
más mérito, no lo bello por lo bello, sino lo odiado, lo rechazado, lo juzgado,
prejuzgado y requetejuzgado hecho bello.
Aún
con todo, Mara Barros elevaba su voz y su cuerpo, en una impecable y seductora
armonía que puso a temblar hasta a los más enamorados. Antonio García de Diego
con Pancho Varona, fueron los escuderos perfectos para una batalla ya ganada,
con Joaquín toda la noche, y brillando cantando impecablemente A la orilla de la chimenea, una canción
que requiere una inmensa humildad para ser cantada.
No
hay escenario más perfecto que el latinoamericano para escuchar a Sabina. El ya
viejo admitió sucumbir ante la agreste altitud de la capital colombiana, donde
el oxígeno falta y todo se hace más lento. Tal vez por eso, pese al alarido
herido de los que allí estábamos, después de Princesa no volvió a salir a tocar.
Quedó
faltando; faltó Contigo, Nos sobran los
motivos, entre muchas otras. Pero con su vida, con su trayectoria y con su
arte, siempre quedará faltando. Nunca será suficiente ver el reflejo de nuestra
propia oscuridad resignada, del engrandecimiento escarchado de los habitantes
de los bajos mundos, de ver que aún en las alcantarillas podemos brillar.
Él
rompe la burbuja y nos abre los ojos. Nos transporta a mundos que quedan a unas
pocas cuadras de donde habitamos, pero que jamás tendremos el valor de
frecuentar. Pero si llegamos a hacerlo, tendremos que cargar con el peso de
nuestros iguales señalando su hipocresía. Eso a él no le importa.
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