lunes, 12 de marzo de 2018

SABINA: La reivindicación de los degenerados


El regreso del cuate
SABINA: La reivindicación de los degenerados

El mítico cantautor español Joaquín Sabina se presentó en Bogotá, y allí estuvimos. Este es el relato de un concierto poco común, con un público poco común, por el menos común de los maestros.

Autor: Juan José Díaz Martínez

Para Paula Otálora y Alejandro Moreno.

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En una no tan fría noche bogotana, con las complicaciones propias de un Día Sin Carro en la capital, dos de nosotros -uno acompañado y otro con el valor de ir solo- fuimos al encuentro de un hombre que, con otros tantos más, es el único capaz de enfrentarnos con nosotros mismos y salir ganando.
Este andaluz, totalmente particular en sí mismo, solo necesita aparecer para que su público enamorado lo ovacione cual emperador. Entre escritores, poetas, periodistas y músicos estábamos nosotros, sentados con los ojos iluminados de cumplir por tres horas, lo que añoramos por años.
¿Pero qué tiene este viejo verde, mentiroso y altanero para que valga la pena aún, a sus cincuenta y quince, ir a verlo?
Fue un periodista mejicano que durante su gira por América Latina con Joan Manuel Serrat, llamada Dos pájaros de un tiro (y posteriormente recargados), que los bautizó como el símbolo y el cuate.
Cualquiera que haya escuchado a Serrat, sabe que no hay mejor descripción para él. Siempre cantándole a los más grande, a lo más bello. Él es ese ídolo pop no pop, ese soñador de vida y de pelo largo que todos, aun el más recto de los hombres, anheló un día ser. Es el ídolo de los que vivimos con miedo.
Sabina es entonces el cuate, el amigo, el hermano, el que le canta a lo que somos, el que realza nuestros defectos de la manera más alta. No hay nada más incómodo que mirarse desnudo en el espejo, que ver los imperfectos y ser juzgado por uno mismo, de un modo que solo lo llegarán a juzgar en la habitación, y para lo cual puede solo haber intimidad o desenfreno.
Con esa voz de aguardientero, esa barba de días y cigarrillo en mano, le canta a los más común, a los más bajo, a lo más ordinario. Eso lo vuelve sencillamente extraordinario. Él no le canta a la vida sino a la muerte; al amor más noble, puro y perfecto sino a los amores de noche y a las rupturas violentas; no le canta a la paz sino a las guerras internas en las que acabamos con nosotros mismos.
Son las prostitutas, los ladrones, los borrachos y los donjuanes de noche sus musas, su inspiración. Eleva su canto, no a lo más alto, sino a lo más bajo. Cómo no amar a quien nos logra enamorar de una magdalena, de Magdala, encontrada detrás de una gasolinera.
Tal vez, la estética de las cosas no está en cómo son realmente, o cómo se perciben, sino cómo logran ser contadas desde el corazón de un viejo trovador. Tiene más mérito, no lo bello por lo bello, sino lo odiado, lo rechazado, lo juzgado, prejuzgado y requetejuzgado hecho bello.
Aún con todo, Mara Barros elevaba su voz y su cuerpo, en una impecable y seductora armonía que puso a temblar hasta a los más enamorados. Antonio García de Diego con Pancho Varona, fueron los escuderos perfectos para una batalla ya ganada, con Joaquín toda la noche, y brillando cantando impecablemente A la orilla de la chimenea, una canción que requiere una inmensa humildad para ser cantada.
No hay escenario más perfecto que el latinoamericano para escuchar a Sabina. El ya viejo admitió sucumbir ante la agreste altitud de la capital colombiana, donde el oxígeno falta y todo se hace más lento. Tal vez por eso, pese al alarido herido de los que allí estábamos, después de Princesa no volvió a salir a tocar.
Quedó faltando; faltó Contigo, Nos sobran los motivos, entre muchas otras. Pero con su vida, con su trayectoria y con su arte, siempre quedará faltando. Nunca será suficiente ver el reflejo de nuestra propia oscuridad resignada, del engrandecimiento escarchado de los habitantes de los bajos mundos, de ver que aún en las alcantarillas podemos brillar.
Él rompe la burbuja y nos abre los ojos. Nos transporta a mundos que quedan a unas pocas cuadras de donde habitamos, pero que jamás tendremos el valor de frecuentar. Pero si llegamos a hacerlo, tendremos que cargar con el peso de nuestros iguales señalando su hipocresía. Eso a él no le importa.  

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