viernes, 22 de septiembre de 2017

Libros prohibidos  
Censura literaria en Colombia 



La prohibición de libros en nuestro país es una realidad de la que poco se ha hablado en tiempos de libertad de expresión. Sin haber tenido un órgano oficial de censura, muchos libros han sufrido sanciones sociales y eclesiásticas. 

Por: Alejandro Moreno 

En contra de lo que ha pasado en otros países de la región y en España, donde los regímenes militares establecieron un órgano oficial de censura que autorizaba, alteraba o rechazaba las obras que pretendían ser publicadas, en Colombia la prohibición de libros no ha sido la regla general ni una política oficial. 

A falta de dictaduras militares, en nuestra muy sólida democracia se consintió que la censura se explayara desde los púlpitos. Fue así durante toda la vigencia del Index librorum prohibitorum, una lista de libros prohibidos por la Iglesia Católica a sus fieles y que se actualizó desde 1564 hasta 1966. Sin embargo, pocos países tienen el lujo de contar con una su propia selección de obras reprobadas.  

Es el caso de Novelistas malos y buenos con el que el jesuita español Pablo Ladrón de Guevara irrumpió en 1910. Como lo señala Juan Camilo Rodríguez en el prólogo que acompaña la última edición de la obra de Ladrón de Guevara, pocos libros han tenido a causa del paso del tiempo, una transición tan severa de la solemnidad hacia el humor como este 

El cura español radicado en Bogotá juzgó a más de 2.000 novelistas, y si en el título de su recopilación anteceden los malos a los buenos es porque «en esto de novelistas los que más abundan y triunfan son los malos». De esta manera, el jesuita vapulea a Vargas Vila «desbocado blasfemo»; a Rubén Darío, de cuyo Azul dice que contiene «frías blasfemias y carcajadas satánicas»; y hasta a Rosseau cuando de El contrato social advierte sus «malas ideas, absurdas». Mientras que redime a algunos escritores católicos y moralistas que quizá por lo mismo, nunca trascendieron a la posteridad. 

De igual forma, en Medellín fueron acosados por el arzobispo Manuel José Caicedo Los Panidas, un grupo de intelectuales fundado por Fernando González, Ricardo Rendón y León de Greiff. Su revista fue acusada de «decadentismo sensual». El mismo cura, años después condenaría Viaje a pie de González bajo pecado mortal, «vedado por derecho natural y eclesiástico». En cuanto a de Greiff, antes de fundar Los Panidas, había sido secretario privado del general Rafael Uribe Uribe, único colombiano que ingresó al Index tras la publicación de El liberalismo en Colombia no es pecado, aunque solo dos años después de haberlo divulgado, se le recordó a punta de golpes de hachuela que siempre lo había sido.  

A pesar de no haber sido objeto de una prohibición expresa, es importante resaltar los efectos que trajo para José Francisco Socarrás el publicar Psicoanálisis de un resentido, un extenso estudio científico sobre la personalidad de Laureano Gómez, publicado en 1942. A raíz de los vituperios que recibía a diario en las calles de Bogotá y de la difícil situación de violencia que se vivía, Socarrás estuvo tentado a abandonar el país, pero un grupo de conservadores menos radicales lo acogió en un apartamento del cual no puso un pie afuera durante años.  

Por otra parte, se encuentra el curioso caso de El tío, un libro de cuyo autor nada se conoce más que el pseudónimo de Félix Marín. Aparecido en 1976, fue objeto de lo que podría llamarse censura privada. El tío del libro no es nadie más que Eduardo Santos Montejo y su imperio mediático de El Tiempo. El libro narra las vicisitudes de la familia Santos y desdibuja a algunos de sus allegados: los Samper y los hermanos González Pacheco. De igual forma, relata las conexiones inmediatas entre la dirección del periódico y la Casa de Nariño. A pesar de ser un libro con muy poco valor literario, es un apasionante catálogo de chismes que hubiera pasado desapercibidos de no ser por la forma en la que la «Gran Casa Editorial» reaccionó, retirando de las librerías del país todos los ejemplares que le fueron posibles. 

Aunque muchos gobiernos pretendan que los intelectuales no sean menos que sus cortesanos y de que la mayoría de las veces reciban de ellos precisamente la actitud contraria, la censura no ha sido en los tiempos recientes una política oficial, lo que no excluye otras formas de persecución. Quizá la verdadera justificación de la excepcionalidad de la censura—que es menos excepcional de lo que este espacio permite mostrarse encuentre en las palabras de Beccaria, que temiendo su propia censura sostuvo: «habría que temerlo todo si el espíritu de la tiranía fuese compatible con el espíritu de la lectura». 

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