sábado, 4 de marzo de 2017


Un espectáculo vulgar 

Por: Juan Martín Garcés 
VIII Semestre  

Digan lo que digan, y contra las voces dogmáticas de lo políticamente correcto, el mal tiene cierta vocación de espectáculo, de circo.  
Admitiendo una visión maniqueísta —porque hoy se habla más de la ambigüedad del bien y del mal y de los simples prejuicios morales—, me refiero exclusivamente a la corrupción como el mal, ese flagelo que ha infiltrado todos los gobiernos del mundo, el nuestro en particular. Los casos de Odebrecht y Estraval, los dos más escandalosos en las últimas semanas (hasta que aparezca otro que atraiga la morbosa atención del lector colombiano), han revelado nombres nuevos, aunque prácticas familiares, de personajes vulgares que amasan millones con su astucia y sorprenden a los desprevenidos con su insensatez.  
Los involucrados en el caso Odebrecht, elegidos popularmente –probablemente con una dosis de clientelismo y demagogia– o nombrados por amigos, encarnan la imagen popular del político colombiano y el motivo de la desconfianza del electorado frente a sus instituciones. Porque los representantes del pueblo no se destacan por su ilustre sabiduría o su incansable lucha por defender el interés general, sino por su sorprendente capacidad para acumular votos. Ya en el puesto, antes que legislar, gobernar o fallar un caso, lo importante es aparentar que se trabaja: los medios, cómplices, venden la estratagema. Ahora más que nunca, estos delegados del ciudadano son bufones mediáticos con un afán enfermizo de figurar en los noticieros o insultar adversarios por redes sociales, y el pueblo, satisfecho, aplaude la comedia. Qué importa lo demás, al menos son simpáticos.  
Los investigados por el caso Estraval, por otro lado, son particulares que tuvieron la ocurrencia de estafar a inversionistas mediante títulos valores que no contaban con respaldo financiero, ya que muchos eran clonados e incluso algunos garantizaban un crédito ficticio. De este modo se constata que no es un problema exclusivo del sector público, sino de la naturaleza codiciosa de la raza, que se prolonga a través de los siglos luchando contra la censura, contra la denuncia, contra el pudor y la vergüenza.   
Arriba hablé de la sorpresa que supone para algún desprevenido la frialdad que tienen tantas personas para robar dinero o aceptar sobornos. Pero otros, en cambio, pensamos que se trata de un acontecimiento cotidiano que apenas llama la atención. Y para nosotros ese mal, y otros tantos, son poco más que un espectáculo vulgar que no cesará de repetirse, a pesar de las campañas y las manifestaciones infructuosas: defensores de la democracia vociferan en marchas, proclaman implacables juicios éticos en las redes, dictan sentencia en tertulias… Y lo único que pasa es lo de siempre, todo sigue igual y seguirá igual. Los otros somos simples espectadores que observamos cómo se repiten en los diarios los hechos de ayer y de hoy, y cómo la indignación popular se diluye en pocos días. Finalmente, cuando lleguen los comicios, los ofendidos saldrán a votar en las urnas por los mismos o por unos nuevos que esperan ser elegidos para reproducir la historia; nosotros, en silencio, aguardaremos los resultados sin ser parte de la puesta en escena, llena de encuestas manipuladoras, tediosos reportes en los puestos de votación, entrevistas, fotos, comentarios de expertos. En fin, toda una variedad de distracciones para todos los gustos.  
A pesar de los reproches que puedan hacernos, la democracia, engendrada con falacias que se suceden impunes ante la vista mansa de la gente, nos da la razón cada tanto, cuando en algún país del primer mundo sale elegido un magnate populista de derecha como respuesta a un gobierno mediocre que lo antecedió, o cuando en otro país se le da la oportunidad a los líderes de la izquierda de llevar las riendas de la capitaly desaparecen billones del erario público. Y así, nunca se cierra el telón.  

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