sábado, 4 de marzo de 2017



Reivindicación de la crueldad
A Mateo y Jero

Por: Nicolás Ramírez
VIII Semestre

Lo que subyace al debate alrededor de la prohibición de las corridas de toros es una objeción moral y no política: la crueldad del espectáculo. La objeción es justa,  pues si por  “crueldad  entendemos el recrearse con la sangre –como su sentido etimológico sugiere-, no cabe duda de que la crueldad es un elemento básico en las corridas.  (Ni qué negarlo). No obstante, la raíz de la palabra “crueldad” es la misma que la de “crudo”, cruor; que es aquello que no está cocinado, o sea, lo que se ofrece tal y como es. Esta nimiedad no es del todo inútil, pues desde la “crudeza” considero que puede entenderse mejor la realidad y el sentido de la fiesta brava.

La crudeza en los toros es una y evidente: la realidad de la muerte. Al final es el último tercio el que repugna, el que hace cerrar los ojos y apretar las muelas. La muerte del toro en el ruedo nos incomoda porque es pública, y nos recuerda que la muerte existe. Por esta razón, no es extraño que en una sociedad como la nuestra, espantada con la idea de la muerte y sobreexcitada con la de la felicidad, se deleguen a otros las innobles tareas que puedan exponernos al sentimiento de lo crudo: carniceros, sepultureros, tanatopraxistas, etc.; todos ellos encargados de resguardar nuestra sensibilidad moderna de aquello que queda de primitivo en el mundo. De modo que la bienintencionada compasión de los animalistas por el sufrimiento del toro en la lidia –exhibida como verdadero estandarte de su superioridad moral-, esconde un egoísmo que hace de la posibilidad del distanciamiento una norma moral de valor universal. Se rechazan las corridas no tanto por lo que el toro siente, sino por lo que nos hace sentir.

El debate, entonces, no puede plantearse de una forma maniquea que contraponga civilización a barbarie (y equipare barbarie con corridas de toros). Contrario a lo que cantan en prosa rimada y consonante los antitaurinos, arte y cultura (tomadas como paradigma de la civilización) no son términos necesariamente contrapuestos a tortura o barbarie. Por el contrario, civilización y barbarie son las dos caras que forman el rostro del dios Jano: cada una con la mirada fija en horizontes opuestos, pero compartiendo una misma cabeza. Sin embargo, nos gusta falsear la historia y aquello que consideramos como parte necesaria y significativa de nuestra vida le perdonamos su barbarie inherente y lo legitimamos. Así, de las Repúblicas ocultamos la violencia de su génesis, de la sala 56 del Museo Británico el colonialismo y el hurto, de las catedrales la evangelización y el exterminio. Sólo en los toros la barbarie se mantiene a flote, pues es la cruda realidad de la muerte la que afirma en nosotros la plena conciencia de la vida. 

Por esta razón y a riesgo de perder el progresismo que me queda, reivindico la crudeza de los toros como una de las formas más auténticas del arte, pues a diferencia de otras como el teatro, por ejemplo, en donde César puede ser apuñalado noche tras noche sobre las tablas, reviviendo siempre para la función del día siguiente; en una corrida, la muerte sólo puede atinar dos veces en el día: en el toro o en el matador. No hay segundas oportunidades. Por eso, ante el porvenir incierto de la fiesta brava termino repitiendo las palabras que la peña “Los 20” dedicó en 1913 al entonces novillero Juan Belmonte momentos antes de su debut:

Los apotegmas de los políticos nos merecen poco crédito. Consideramos la tauromaquia más noble y deleitable, aunque no menos trágica, que la logomaquia de nuestros representantes”.


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