Reivindicación de la crueldad
A Mateo y Jero
Por: Nicolás Ramírez
VIII Semestre
Lo que subyace al debate alrededor de
la prohibición de las corridas de toros es una objeción moral y no política: la
crueldad del espectáculo. La objeción es justa,
pues si por “crueldad” entendemos
el recrearse con la sangre –como su
sentido etimológico sugiere-, no cabe duda de que la crueldad es un elemento
básico en las corridas. (Ni qué negarlo).
No obstante, la raíz de la palabra “crueldad” es la misma que la de “crudo”, cruor; que es aquello que no está cocinado,
o sea, lo que se ofrece tal y como es. Esta nimiedad no es del todo inútil,
pues desde la “crudeza” considero que puede entenderse mejor la realidad y el
sentido de la fiesta brava.
La crudeza en los toros es una y
evidente: la realidad de la muerte. Al final es el último tercio el que repugna,
el que hace cerrar los ojos y apretar las muelas. La muerte del toro en el
ruedo nos incomoda porque es pública, y nos recuerda que la muerte existe. Por
esta razón, no es extraño que en una sociedad como la nuestra, espantada con la
idea de la muerte y sobreexcitada con la de la felicidad, se deleguen a otros
las innobles tareas que puedan exponernos al sentimiento de lo crudo:
carniceros, sepultureros, tanatopraxistas, etc.; todos ellos encargados de
resguardar nuestra sensibilidad moderna de aquello que queda de primitivo en el
mundo. De modo que la bienintencionada compasión de los animalistas por el
sufrimiento del toro en la lidia –exhibida como verdadero estandarte de su
superioridad moral-, esconde un egoísmo que hace de la posibilidad del
distanciamiento una norma moral de valor universal. Se rechazan las corridas no
tanto por lo que el toro siente, sino por lo que nos hace sentir.
El debate, entonces, no puede
plantearse de una forma maniquea que contraponga civilización a barbarie (y equipare
barbarie con corridas de toros). Contrario a lo que cantan en prosa rimada y
consonante los antitaurinos, arte y cultura (tomadas como paradigma de la
civilización) no son términos necesariamente contrapuestos a tortura o barbarie.
Por el contrario, civilización y barbarie son las dos caras que forman el
rostro del dios Jano: cada una con la mirada fija en horizontes opuestos, pero compartiendo
una misma cabeza. Sin embargo, nos gusta falsear la historia y aquello que
consideramos como parte necesaria y significativa de nuestra vida le perdonamos
su barbarie inherente y lo legitimamos. Así, de las Repúblicas ocultamos la
violencia de su génesis, de la sala 56 del Museo Británico el colonialismo y el
hurto, de las catedrales la evangelización y el exterminio. Sólo en los toros
la barbarie se mantiene a flote, pues es la cruda realidad de la muerte la que
afirma en nosotros la plena conciencia de la vida.
Por esta razón y a riesgo de perder el
progresismo que me queda, reivindico la crudeza de los toros como una de las
formas más auténticas del arte, pues a diferencia de otras como el teatro, por
ejemplo, en donde César puede ser apuñalado noche tras noche sobre las tablas,
reviviendo siempre para la función del día siguiente; en una corrida, la muerte
sólo puede atinar dos veces en el día: en el toro o en el matador. No hay
segundas oportunidades. Por eso, ante el porvenir incierto de la fiesta brava termino
repitiendo las palabras que la peña “Los 20” dedicó en 1913 al entonces
novillero Juan Belmonte momentos antes de su debut:
“Los
apotegmas de los políticos nos merecen poco crédito. Consideramos la
tauromaquia más noble y deleitable, aunque no menos trágica, que la logomaquia
de nuestros representantes”.
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