Por: Luz Juanita Valencia
“Que nadie se haga ilusiones de que la simple
ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera.
No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad , verdad, justicia y solidaridad”.-Juan Pablo II-
Es difícil decir
abiertamente que se está en contra del proceso de paz. ¿Es acaso un
contrasentido anhelar, como cualquier otro colombiano, la paz en el país y
oponerse a los diálogos que apuntan a alcanzarla? Lo cierto es que no lo es, y,
aún más, son muchos los colombianos que dicen apoyar el proceso de paz, pero
que en realidad se encuentran en mi posición. Encuestas hechas por Ipsos-Napoléon
Franco revelan que el 77% de los colombianos apoyan los diálogos con las FARC, y
entre éstos el 72% se opone a que participen en política, el 78% a que no
paguen con cárcel y el 80% a que liberen a los guerrilleros encarcelados en el
exterior; todos éstos, puntos cardinales sobre los que reposa el proceso de
paz, que en la actualidad se están tratando o que eventualmente se tendrán que
tocar para poder cerrar las negociaciones. Posiciones y opiniones del todo
naturales, donde el instinto de conservación, que no resulta ser del todo
instintivo, sino por el contrario, es en gran parte producto de todo un
análisis racional y económico entre los costos y beneficios, nos hace reacios a
hacer un salto al vacío al renunciar y sacrificar tantos intereses y derechos
adquiridos sin la certeza de un resultado exitoso. Y es acá, que la tan
aclamada memoria histórica, como variable imprescindible para concebir un
adecuado desarrollo en un país, puede hacernos una mala jugada; pues
experiencias como la persecución política y masacres contra la Unión Patriótica
y las zonas de distensión acordadas en el mandato del Ex Presidente Pastrana,
cuyo único resultado tangible fue el fortalecimiento de las FARC, nos hacen
titulares de la convicción de que no se puede conciliar sobre lo
irreconciliable. De manera que este escepticismo que nos abruma no es sino
fruto de una serie de fracasos que no
queremos volver a padecer, y es, por
tanto, el que nos compele a sentar una
posición crítica y cuestionarnos la viabilidad de esta paz negociada a futuro.
En primer lugar, resulta
repudiable el cinismo y la falta de compromiso con el que las FARC han asumido el proceso de paz, pues mientras
que tan sólo unos pocos guerrilleros se encuentran en la Habana negociando en
representación de este grupo armado, los demás siguen delinquiendo, traficando,
secuestrando, asesinando y masacrando, como ocurrió con los catorce militares en
Arauca. Esto no sólo demuestra una falta de voluntad política por concebir la
paz, sino que siembra en los colombianos la incertidumbre sobre qué pasará con
los compromisos adquiridos una vez ésta se firme, si ni siquiera en el proceso
de elaboración y construcción le dieron una oportunidad. Es decir, ¿cómo
comprometerse con lo desconocido?
En segundo lugar, si
bien nadie niega la legitimidad teórica que reviste al Presidente Santos y a
las Cabecillas de las FARC para entablar estas negociaciones, debe cuestionarse
su capacidad práctica para no sólo representar los intereses de todos en los
diálogos, sino también para comprometer a la totalidad de los colombianos en su
fase ejecutoria. Por un lado, resulta difícil pensar cómo el Estado puede hacer
frente a los compromisos que adquiera y hacerlos extensivos a todos los
guerrilleros que se desmovilicen sin desbordar su capacidad material y operativa, si aun en el
orden actual de las cosas el Estado carece de los medios para asegurar las
mínimas garantías a sus ciudadanos. E incluso logrando este cometido, cómo
exigirle a una persona que ha vivido toda su vida en la selva, que no ha
mostrado el más mínimo respeto por los derechos y la vida humana, que se
reincorpore a la vida civil con todas las exigencias que esto acarrea, donde
hay normas y jerarquías que respetar en todos los ámbitos de la vida en
sociedad, esto es, desde el deber de
respeto a las autoridades
estatales, hasta la observancia de reglas de conducta y órdenes en las
relaciones laborales. Por otro lado, es necesario cobrar conciencia sobre la
importancia de aprender a vivir en paz,
lo cual no es exigible sólo respecto a los guerrilleros, sino a todos los
colombianos, pues para nadie es un secreto que han sido muchas las generaciones
las que han tenido que vivir en carne propia los avatares de la guerra y que
todos estamos contaminados por ésta, con prejuicios e intolerancias que si bien
no son infundadas, no pueden coexistir con la paz so pena de obstaculizarla y
hacerla obsoleta. Dicho de otro modo, los colombianos debemos ser conscientes
que este proceso de paz le abre las puertas a los desmovilizados a la ciudad, y
que nuestra negativa a recibirlos y permitirles una oportunidad real de
reincorporación, puede ser determinante para que este proceso de paz se
transfigure en un simple incremento de la delincuencia común.
Finalmente, se
encuentran las posibles violaciones que puede sufrir el texto constitucional
como consecuencia de la negociaciones; daño colateral que se puede materializar
principalmente en tres asuntos estrechamente relacionados, a saber, la
prohibición contenida en el artículo 179 por el cual se veda la posibilidad de ser
congresista a quien haya sido condenado a una pena privativa de la libertad (con
excepción a los delitos políticos o culposos), la obligación del artículo 250
que exige a la Fiscalía iniciar la acción penal siempre que se esté ante un
hecho que revista las características de un delito, salvo cuando sean
procedentes las causales taxativas para aplicar el principio de oportunidad, y lo
establecido por el Estatuto de Roma (ratificado por Colombia en el 2002) que, en
lo relativo al genocidio, a los crímenes de lesa humanidad y de guerra, y junto
con el preámbulo (donde se niega de manera expresa la posibilidad de dejar
estos delitos en la impunidad), hace parte del Bloque de Constitucionalidad
según lo ha sostenido la Corte Constitucional. Será interesante ver cuáles son
las estrategias que tiene el Gobierno para satisfacer los intereses de las FARC
de que se les reconozca el derecho a la participación política y hacerle el
quite a años en prisión, dos asuntos de no poca monta en la agenda de este grupo
armado, e impedir que la Constitución se convierta en una “hoja de papel” donde
se vulnere abiertamente el principio de legalidad sobre el que se cimenta.
Sobre todo, porque parte de la reparación de las víctimas radica en la
tranquilidad de que los autores de los delitos serán retribuidos por su actuar,
de manera que espero que no se recurran a artimañas jurídicas que permitan una
“sanción” sin pena, porque sin pena no hay justicia (no en el derecho penal en
general, sino puntualmente respecto al tipo de delitos atribuibles a este grupo
armado) y, como dijo Carnelutti, sin justicia no hay paz. El precio de la paz
no puede ser poner en jaque el Estado social de derecho del que tanto se
regocijan en Colombia.
Sin perjuicio de mi
escepticismo respecto a la viabilidad del proceso de paz en el contexto que
atraviesa el país, espero estar equivocada, pues mi error sería la victoria y
tranquilidad de 47 millones de colombianos.
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