Fisiología
moral de un abogado: la correcta vida del doctor Santacruz
FORO JAVERIANO recuerda con gratitud a un hombre
impecable cuya vida sirve como ejemplo del significado profundo de ser abogado
javeriano.
Autor: Leguleyo Minucio Régulo
El pasado 12
de abril, a las 9:45 p.m., murió el doctor José Zenón Santacruz, abogado javeriano
y profesor emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad de Bouville. Esta
breve nota no pretende ser más que un sentido homenaje a los esfuerzos y
trayectoria profesional de un hombre imprescindible para el desarrollo de la
ciencia jurídica nacional, inmerecidamente olvidado por su casa de estudios.
Encorbatado,
serio, ortográfico, pretérito, decimonónico, incólume, inflexible, católico,
apostólico y romano, obstinado en la observancia de la norma con el aplomo y el
celo de un asceta. De buenas maneras, buenos modales, buenas palabras, a la
manera de la buena educación burguesa. De latinajos y germanismos esporádicos y
pedagógicos. Acartonado, cuadriculado, burocrático y notarial, moralista, límpido,
puro, exculpado, absuelto e inocente en este mundo de infractores,
delincuentes, transgresores, culpables, ladrones, violadores, malhechores,
conculcadores, contraventores, inobservantes, vulneradores, pobres, iguazos e
indios: ése era el doctor Santacruz. Desde niño manifestó un genuino interés
por el derecho. En sus memorias, publicadas por la editorial Bruylant en dos
volúmenes (Santacruz, 2015), confiesa que su primera palabra fue “usucapión”, término que prefirió siempre
sobre el de “prescripción adquisitiva”,
de la misma manera que Constantinopla en lugar de Estambul, y San Petersburgo
en vez de Leningrado. La historia le dio la razón.
Hijo de una
prestante familia payanesa de juristas, el doctor Santacruz consideró, desde
muy joven, con altruismo admirable, que era una obligación moral convertirse en
abogado. Por eso no dudó un segundo en hacer de la Facultad de Derecho de la Universidad
Javeriana su casa de estudios, pues, tal como lo consigna en sus memorias, “la
facultad era el espacio ideal para consagrarse al estudio del derecho sin la
odiosa interrupción de la realidad nacional” (Santacruz, 2015, p. 35).
Ya como
estudiante universitario, el doctor Santacruz fue un aventajado respecto de sus
demás compañeros. Con inteligencia ornitológica, recitaba de memoria los
artículos del Código Civil, y se esmeraba especialmente en ser lo menos claro
posible. Devoraba la jurisprudencia de la Sala de Casación Civil, la doctrina
francesa y nacional, y se acercaba a los profesores tras el final de la clase
para hacer preguntas que sus compañeros difícilmente entenderían y que sus
maestros elogiaban. Discutía de política con fervor rabioso, y encolerizaba
cuando algún liberal osaba cuestionar los métodos de Laureano Gómez: “¡Bolchevique!”,
sentenciaba.
Era también un
asiduo lector de literatura, filosofía e historia. Pasaba las veladas
componiendo versos desafortunados que terminaron en la papelera, salvo uno
magnánimo que dedicó a la “Divina Doncella de la balanza y la espada”
(Santacruz, 2015, p. 33); cuando el
Derecho se apodera de un hombre, no hay exorcismo que pueda expulsarlo. Era
el caso del doctor Santacruz. Vivía por el derecho. Lo leía, lo pensaba, lo
criticaba, lo odiaba y lo amaba. Idolatró a Cambacérès, Ripert y Parrotin. Eligió
el derecho civil por su fascinación por el derecho de propiedad, y más tarde,
ante los “detestables” cambios culturales, elaboró su defensa del derecho de
familia (Santacruz, 1991). En el ejercicio de la profesión, destacó como
litigante furibundo, y emulaba con su discurso a cierto caudillo liberal
inmolado, cuyo nombre prefirió nunca pronunciar.
Pero el doctor
Santacruz no sólo se destacó como un excelso abogado. Fue ampliamente
reconocido como hijo obediente, esposo irreprochable y padre ejemplar. Creció
cargando las carpetas de su padre cuando éste tenía audiencia. Su esposa Teresa
lo esperaba despierta hasta altas horas de la noche, cuando llegaba exhausto de
su despacho. A sus hijos, José María y César Tulio, los educó como abogados
desde temprana edad: los cuentos para dormir fueron reemplazados en su hogar
por el Corpus Iuris Civilis y el Código de Napoleón.
La larga y
prolífica vida del doctor Santacruz llegó a su fin por un evento funesto: se
encontraba en su diván de cuero, releyendo unos pasajes del Deuteronomio, cuando un enorme volumen
del Código Civil, mal acomodado en un anaquel, impactó su plateada cabeza. El
golpe le produjo una hemorragia que lo tuvo convaleciente durante tres días. Al
tercero, adivinando que el final se acercaba, solicitó que llamaran al padre
Arnaldo, íntimo de la familia, para la extremaunción. Rodeado por su familia,
se despidió sin derramar una sola lágrima. Antes de partir, exhaló estas
últimas palabras: “A ti, Teresa, no te doy las gracias; no has hecho más que
cumplir con tu deber”.
Obras
sugeridas: La verdadera función de la
propiedad (1937); Derecho, política y
moral (1991), Memorias de un jurisconsulto
(2015).
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