Es un debate de hoy y de siempre. ¿Qué hacer con la obra de quienes son mejores artistas que personas?
Un fantasma recorre el arte. En marzo pasado, un artículo de Vargas Llosa en El País de Madrid titulado Nuevas inquisiciones levantó toda la polémica que pretendía levantar. Ahí, el Nobel peruano declaró al «feminismo radical» como la principal amenaza de la literatura, luego de que una distorsionada lectura de Lolita de Nabokov por parte de Laura Freixas presentara la novela como una apología de la pedofilia. Además de la provocadora declaración, Vargas Llosa se introdujo en una discusión que ha desencadenado pronunciamientos desde toda clase de tribunas, y es el hecho de que la moral no tiene por qué ser materia de la literatura. Freixas redujo a Nabokov a la condición de un pervertido sin advertir la trascendencia literaria de su obra.
También el fenómeno de MeToo ha dado pie a este debate, por el cual el público se cuestiona falsamente el dilema de ver Annie Hall o Manhattan por acusaciones contra Woody Allen, o El Pianista o Chinatown por las denuncias con las que cargará siempre Roman Polanski.
Las vidas de los autores, ha dicho Juan Esteban Constaín, hacen parte de su propia obra. Y es cierto. Los lectores de Bukowski, entre otras cosas, admiran su honradez de ser teoría y práctica, de su frenesí etílico en tinta y en vida. Algo de fascinación causa leer a Edgar Allan Poe e imaginar su delirio final por las calles de Baltimore, antes de una muerte enigmática. Rimbaud no sería del todo un poeta maldito si después de escribir su obra completa no lo hubiera dejado todo para irse al África a traficar armas y esclavos.
Pero por otra parte están las acusaciones contra Allen, o contra Polanski, y ni qué decir de Neruda, el defensor de los obreros que escribió mucho más que veinte poemas de amor y que en sus memorias, tituladas Confieso que he vivido, confesó mucho más que eso. Ahí, en la parte en la que recuenta sus días como diplomático en lo que hoy es Sri Lanka, el chileno narra en páginas incómodas la forma en la que sin consentimiento accedió a una aborigen de la casta de los parias en provecho de su notoria superioridad. Un capítulo que sus detractores no dudarán en conectar con otro que no tuvo espacio en su autobiografía: el abandono y la ridiculización que hizo de su hija Malva Marina, nacida con hidrocefalia.
O Ezra Pound, el propagandista de Mussolini sobre el cual George Orwell pedía que en caso de que fuera arrestado, no se le fusilara, pues así tendrían que pasar por lo menos cien años para poder evaluar objetivamente si sus poemas eran buenos o malos.
Para Carolina Sanín, de quien se dijo en páginas de la edición pasada que se podía decir todo, incluso que a veces tiene la razón, el simple hecho de producir arte eleva el estatus moral de los artistas, más allá de que sean o no buenas personas dentro de los parámetros comunes. Es cierto que es muy loable entregar la vida al arte y producir piezas excepcionales, pero eso de ninguna manera condona crímenes. Al final, si lo que realmente hace superior al artista es su trabajo, se estaría centrando únicamente en la obra. Es decir, lo que se estaría proponiendo en últimas sería el lugar común que este artículo ha intentado evadir hasta este punto inevitable: mirar la obra y no al artista.
Lo cual termina siendo la decisión más sensata y menos obligante, sabiendo que al fin y al cabo las obras son siempre mayores que sus creadores. Lo importante, sin embargo, es no caer en fanatismos ni privar a la humanidad de obras cumbres que no tienen por qué estar contaminadas por los pecados de los hombres. La censura es siempre un riesgo cuando se mira el arte con el lente de la moralidad, ¿y qué acto más inmoral que coartar la libertad?
Coda: Por otra parte, el revisionismo de los clásicos a la luz de las exigencias morales de nuestro tiempo no será sino la estocada final a la novela, ese género que desde siempre ha pronosticado su propia desaparición. Y si lo que se quiere leer es lo que más cómodo resulta, lo que de mejor manera se acomode a lo que hoy se considera correcto, quizá sea hora de despedirla.
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