martes, 30 de agosto de 2016

Dentro de La Modelo

Radiografía de un infierno penitenciario



Reflexiones de la responsabilidad de la sociedad y el Estado en la perpetuación del crimen y en el fracaso de la resocialización. Contado desde la experiencia personal laborando en la oficina jurídica de la cárcel La Modelo

Autor: José Alejandro Hoyos Arciniegas

Un intenso olor a chocolate envuelve el ambiente. Lo percibí cada martes que visité el Establecimiento Carcelario La Modelo mientras hacía mi práctica social allí, atendiendo requerimientos jurídicos de los internos. Mis compañeros y yo tardamos un tiempo en descubrir que el aroma provenía de una fábrica ubicada también en la zona de Puente Aranda. Lástima, pensé cuando lo supe, porque el aroma era lo único positivo que percibía en la cárcel. Y ni siquiera provenía de allí.
Aquel primer martes que asistimos comenzamos a escuchar la seguidilla de historias tragicómicas de lo que ocurre dentro de esos muros y con ellas crecía nuestro miedo de estar allí. Motines, levantamientos de cadáveres a diario, pandillas que dominan los patios, violaciones, secuestros, narcotráfico, extorsiones, y todo lo que pueda hacerte pensar que la Constitución es letra muerta. Seguramente quienes nos contaban se divertían con nuestras caras de susto. Imposible de todas formas no sentir temor, también teniendo en cuenta lo que escuchamos de estos lugares ocasionalmente en los medios de comunicación.
Esperábamos asistir entonces al lugar más siniestro que pudiéramos imaginar. Y ciertamente el sitio no decepciona. Entrando por los pasillos que conducen hacia los patios, noté agujeros de bala en los vidrios de una oficina del INPEC. Le pregunté el porqué al judicante. Nos narró entonces que habían quedado allí luego de un tiroteo entre grupos paramilitares y guerrilleros al interior de la cárcel, hacía unos ocho años. Increíble, sin duda. Más impensado aún es que los vidrios permanecieran allí después de tanto tiempo. Probablemente el motivo es que no hay presupuesto para reemplazarlos. Sin embargo, se me hizo simbólico, como un emblema de un país en guerra cuya memoria está fundada en el miedo. Pensé en la utilidad de aquellas marcas, ya que quien las viera seguro no podría olvidar el sitio donde está y el porqué.
Al lado de la pequeña oficina donde atendíamos, los internos se ubicaban en filas esperando con paciencia su turno. Contrario a lo que mis preconcepciones me hacían pensar, los internos siempre se portaron amables y respetuosos con nosotros. Eso sí, se nos advirtió no recibir regalos ni cosas por el estilo de ellos, toda vez que podían aprovechar para traficar droga a costa de nosotros. La mayoría de sus consultas trataban de problemas causados por la ineficiencia del sistema judicial colombiano. Términos vencidos, audiencias aplazadas, inseguridad jurídica elevada a la quinta potencia. No pude evitar preocuparme por su situación. Pensar en su desespero. Caminar en sus zapatos así fuera unos minutos. Sentir su dolor. Mirando alrededor de esas paredes, pensando en todo lo que allí ocurre, me pregunté muchas veces si era posible resocializarse en esas condiciones, donde el crimen y la corrupción imperan, donde los resentimientos se perpetúan y donde la supervivencia obliga a actuar de formas non sanctas.
Lo cierto es que la pena privativa de la libertad en Colombia es más restrictiva de derechos de lo que nominalmente nos dice la ley. No es solo estar un par de años restringido de tu libertad. Es vivir hacinado en un lugar feo e insalubre, es ser engañado y vulnerado en tus derechos por el sistema judicial, es ser un paria una vez sales. ¿Te lo mereces por criminal? Imposible no pensar en culpas, o más bien en responsabilidades, cuando un joven de 19 años llega como recluso reincidente a tu consulta. Falló la familia, falló la sociedad, falló el Estado. Sin ánimo de justificar el crimen, la cárcel es sin duda la consecuencia de los errores y la desidia colectiva. Con esta experiencia entendí la cárcel más allá de la concepción común, más allá del lugar donde castigamos a los “malos”. La entendí en cambio como un retrato de todo lo que ha salido y sigue saliendo mal en la sociedad.

Cada martes a las cinco de la tarde cuando salía de la cárcel, agradecía a la vida no tener que vivir allí. Pero es inevitable pensar en los que se quedan. Es inevitable preguntarse si serán resocializados y si podrán volver a ser personas “de bien”. Muchos indudablemente lo logran, especialmente si invirtieron su tiempo recluidos en trabajar o estudiar. Pero muchos otros más reincidirán en lo que parece ser un ciclo interminable de delito y falta de oportunidades. Panorama sombrío; reflexiono, mientras salgo del penal sintiendo aquel delicioso aroma a chocolate.

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