Radiografía de un infierno penitenciario
Reflexiones
de la responsabilidad de la sociedad y el Estado en la perpetuación del crimen
y en el fracaso de la resocialización. Contado desde la experiencia personal
laborando en la oficina jurídica de la cárcel La Modelo
Autor: José
Alejandro Hoyos Arciniegas
Un
intenso olor a chocolate envuelve el ambiente. Lo percibí cada martes que
visité el Establecimiento Carcelario La Modelo mientras hacía mi práctica
social allí, atendiendo requerimientos jurídicos de los internos. Mis
compañeros y yo tardamos un tiempo en descubrir que el aroma provenía de una
fábrica ubicada también en la zona de Puente Aranda. Lástima, pensé cuando lo
supe, porque el aroma era lo único positivo que percibía en la cárcel. Y ni
siquiera provenía de allí.
Aquel
primer martes que asistimos comenzamos a escuchar la seguidilla de historias
tragicómicas de lo que ocurre dentro de esos muros y con ellas crecía nuestro
miedo de estar allí. Motines, levantamientos de cadáveres a diario, pandillas
que dominan los patios, violaciones, secuestros, narcotráfico, extorsiones, y
todo lo que pueda hacerte pensar que la Constitución es letra muerta.
Seguramente quienes nos contaban se divertían con nuestras caras de susto. Imposible
de todas formas no sentir temor, también teniendo en cuenta lo que escuchamos
de estos lugares ocasionalmente en los medios de comunicación.
Esperábamos
asistir entonces al lugar más siniestro que pudiéramos imaginar. Y ciertamente
el sitio no decepciona. Entrando por los pasillos que conducen hacia los patios,
noté agujeros de bala en los vidrios de una oficina del INPEC. Le pregunté el
porqué al judicante. Nos narró entonces que habían quedado allí luego de un
tiroteo entre grupos paramilitares y guerrilleros al interior de la cárcel,
hacía unos ocho años. Increíble, sin duda. Más impensado aún es que los vidrios
permanecieran allí después de tanto tiempo. Probablemente el motivo es que no
hay presupuesto para reemplazarlos. Sin embargo, se me hizo simbólico, como un
emblema de un país en guerra cuya memoria está fundada en el miedo. Pensé en la
utilidad de aquellas marcas, ya que quien las viera seguro no podría olvidar el
sitio donde está y el porqué.
Al lado de la pequeña oficina donde
atendíamos, los internos se ubicaban en filas esperando con paciencia su turno.
Contrario a lo que mis preconcepciones me hacían pensar, los internos siempre
se portaron amables y respetuosos con nosotros. Eso sí, se nos advirtió no
recibir regalos ni cosas por el estilo de ellos, toda vez que podían aprovechar
para traficar droga a costa de nosotros. La mayoría de sus consultas trataban
de problemas causados por la ineficiencia del sistema judicial colombiano.
Términos vencidos, audiencias aplazadas, inseguridad jurídica elevada a la
quinta potencia. No pude evitar preocuparme por su situación. Pensar en su desespero.
Caminar en sus zapatos así fuera unos minutos. Sentir su dolor. Mirando
alrededor de esas paredes, pensando en todo lo que allí ocurre, me pregunté
muchas veces si era posible resocializarse en esas condiciones, donde el crimen
y la corrupción imperan, donde los resentimientos se perpetúan y donde la
supervivencia obliga a actuar de formas non sanctas.
Lo cierto es que la pena privativa
de la libertad en Colombia es más restrictiva de derechos de lo que
nominalmente nos dice la ley. No es solo estar un par de años restringido de tu
libertad. Es vivir hacinado en un lugar feo e insalubre, es ser engañado y
vulnerado en tus derechos por el sistema judicial, es ser un paria una vez
sales. ¿Te lo mereces por criminal? Imposible no pensar en culpas, o más bien
en responsabilidades, cuando un joven de 19 años llega como recluso reincidente
a tu consulta. Falló la familia, falló la sociedad, falló el Estado. Sin ánimo
de justificar el crimen, la cárcel es sin duda la consecuencia de los errores y
la desidia colectiva. Con esta experiencia entendí la cárcel más allá de la
concepción común, más allá del lugar donde castigamos a los “malos”. La entendí
en cambio como un retrato de todo lo que ha salido y sigue saliendo mal en la
sociedad.
Cada
martes a las cinco de la tarde cuando salía de la cárcel, agradecía a la vida
no tener que vivir allí. Pero es inevitable pensar en los que se quedan. Es
inevitable preguntarse si serán resocializados y si podrán volver a ser
personas “de bien”. Muchos indudablemente lo logran, especialmente si
invirtieron su tiempo recluidos en trabajar o estudiar. Pero muchos otros más
reincidirán en lo que parece ser un ciclo interminable de delito y falta de
oportunidades. Panorama sombrío; reflexiono, mientras salgo del penal sintiendo
aquel delicioso aroma a chocolate.
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