El malestar en la democracia

Un fenómeno se ha replicado en el modelo de la democracia. A falta de candidatos convincentes, los mandatarios de los países de América han sido elegidos más por la resistencia a sus opositores que por sus propias capacidades.
Autor: Alejandro Moreno
Pocas
semanas pasaron desde que Pedro Pablo Kuczynski, entonces candidato a la
presidencia del Perú, afirmara en plaza pública que su contendiente de
izquierda, Verónika Mendoza, era una media roja que nunca había hecho nada “en
su perra vida”. A esta última, con menos convencimiento que resignación,
exhortara a sus votantes a elegir como presidente de su país a Kuczynski. Detrás
de esta incitación no se encuentra una reconciliación ni un pacto decoroso sino
una señal de auxilio. De no hacer explícito el llamado, se corría el muy
probable riesgo de que asumiera la presidencia del Perú la candidata de Fuerza
Popular, Keiko Fujimori, que había ganado ya la primera vuelta y encabezaba las
encuestas. La escena no sólo habría representado la derrota política de
Kuczynski y Mendoza, sino una reivindicación del gobierno del padre de Keiko,
Alberto Fujimori – hoy condenado a veinticinco años de prisión por los casos de corrupción y violación a los
derechos humanos con los que el Perú despidió el siglo pasado –. Lo anterior fue
el preludio de lo que serían unas elecciones dramáticamente cerradas. Con el
apoyo abierto de Mendoza a Kuczynski a menos de una semana de las elecciones,
el candidato de Peruanos Por el Kambio, logró hacerse con la presidencia
imponiéndose sobre Fujimori con una diferencia de menos de medio punto
porcentual.
Una
situación similar, aunque sin una incertidumbre del voto finish tan acentuada, vivimos en nuestro país en las últimas
elecciones presidenciales, cuando el segundo mandato de Juan Manuel Santos se
vio en entredicho ante la victoria en primera vuelta del candidato del
uribismo, Óscar Iván Zuluaga. El juego político se puso en marcha tras el
primer enfrentamiento electoral y rápidamente el país asumió bandos. La balanza
de la opinión pública se inclinaba hacia un lado y al otro, según se iban
adhiriendo personajes a las campañas de Santos o de Zuluaga. El peso más
contundente, sin duda, lo puso Clara López, acérrima opositora de Santos
durante la campaña presidencial y en todo su primer mandato. La candidata del
Polo Democrático avaló a Santos con la excusa de la paz, que entonces era ya
una bandera holgada y multiforme, de ideologías y raíces diversas, ondeada y
asumida por todos aquellos quienes en el fondo temían el regreso de Álvaro
Uribe Vélez a través de su ex Ministro de Hacienda. Con el respaldo de López a
Santos, este logró vencer en las urnas a Zuluaga, sin una diferencia
esperanzadora y a sabiendas del país de no estar haciéndolo por sus propios
méritos, sino por una conjunta resistencia al pasado.
Y algo
semejante parece estar sucediendo en los Estados Unidos, en donde el Partido
Demócrata ha presenciado el confluir de sus fuerzas para enfrentar un enemigo
común: el inverosímil Donald Trump. Bernie Sanders, el carismático senador de
Vermont que escaló en encuestas y en aceptación al ritmo del entusiasmo de las
juventudes, tuvo durante toda la campaña un discurso justiciero que se enfrentaba
a los medios, a los bancos y la industria farmacéutica que financian a su
contendora más fuerte, Hillary Clinton; a quien en varias ocasiones Sanders calificó
de no estar capacitada para ejercer la presidencia de Estados Unidos por el
apoyo a decisiones políticas como la invasión de Irak y sus conexiones con Wall
Street. Sin embargo, como era de esperarse, los ánimos de los votantes no
fueron suficientes para las aspiraciones de Sanders. Hillary Clinton ganó
virtualmente la candidatura de su partido semanas antes de la Convención
Demócrata y Sanders – quien se había visto reacio a manifestar su apoyo a la ex
secretaria de Estado y de quien se llegó a especular una tercera candidatura
por un movimiento independiente – resultó maniatado, y se vio obligado a avalar a Clinton para no dar ventaja a Trump.
Cuya nominación por el Partido Republicano es cada vez menos un chiste pesado
que una amenaza real.
Estos
tres casos no son ni serán los únicos en los que el destino de una nación se
decida por convicciones sino por miedos. Sirven, no obstante, para plantear un
diagnóstico de nuestra celebrada democracia.
Kuczynski,
Santos o Clinton no son necesariamente las mejores opciones ni las más
ampliamente aceptadas. Son los beneficiarios del tinte extorsivo que toma la
democracia cuando ciertos candidatos no se presentan como opciones sino como
amenazas. De tal forma que los electores hacen una proyección negativa de lo
que se proponen ser como país. No se vota
por lo que se quiere ser sino por lo que no se quiere ser. Este mal
irremediable de la democracia resulta ser entonces un contrapeso contra el
discurso fanático de los candidatos reaccionarios; el cual logra convencer a cierta cantidad de
nostálgicos que buscan reivindicar el pasado, recuperar la grandeza de América,
resucitar un régimen, pero que al fin de cuentas, son vencidos por la coalición
desesperada de muchas y distintas fuerzas.
Además
de la estela de resignación que queda al elegir presidente en un sistema democrático
a alguien que no representa una mayoría concreta, sino el cúmulo de los miedos
de algunos electores conscientes del riesgo que se corre al no hacer
concesiones y respaldar la opción menos nociva, este malestar de la democracia
tiene un costo político alto. Clara López, quien juró con la mano en el corazón,
que a pesar de su apoyo a la campaña de Santos jamás haría parte de su
gabinete, ya se le correspondió con el Ministerio del Trabajo. Falta ver con
qué prebendas se verán recompensados Verónika Mendoza en el gobierno de
Kuczynski y a Bernie Sanders en el de Clinton.
FUENTE FOTO:
Kucynski-Mendoza: peru.com http://cde.peru.com/ima/0/1/4/0/6/1406293/924x530/debate-presidencial.jpg
Clinton-Sanders: New Yorker
Santos-López: AFP
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