Por: Juan Sebastián Ortega
Si la sociedad
de hoy nos sorprende, nos interroga y hasta confunde, y aun conociendo en
contra de nuestra ávida voluntad que la moral, como ámbito de identidad
profunda e irrenunciable del ser humano, emerge como basamento necesario de
nuestra vida colectiva y de nuestra
experiencia personal, nos asedia la curiosidad acerca de cuán rápido y
cómodamente ha irradiado en nuestros contextos la resistencia a la tradición.
Y es que no se
han hallado con más sensatez que la ordinaria, respuestas suficientes para
determinar desde cuándo y por qué razón se le ha considerado como una letárgica
pandemia que obnubiló a la humanidad, y que por fortuna ha sido eficazmente
combatida con el antídoto de la modernidad liberal y de la cosmovisión
reformista, que no habrán tardado en obrar maravillas sin cuento, en tanto que
se les dé la cabida y la dimensión que se les había desvariadamente retenido.
Existen
numerosos, muy nobles y elevados principios de índole trascendente y singular,
los cuales exigen y merecen un asiduo resguardo, una especial defensa y
preservación, por ser como siempre han sido, fundamento indispensable del
desarrollo, convivencia y sostenimiento del hombre en sociedad, y del más
variopinto elenco de ámbitos que trasuntan las dinámicas cotidianas en que se
ve sumido de modo irremediable el individuo contemporáneo.
Así las cosas,
el desconocimiento de estos supremos valores, el pretender echarlos por tierra
en nombre del progreso humano, como en buena parte nos lo ha mostrado ya la historia, no pasará
de ser un soberbio disparate.
Sin embargo, el
resguardo de lo tradicional no puede encontrar justificación en sí mismo, debe
ser un camino abierto y debidamente dispuesto para descubrir el sentido de la
vida humana, no puede ser un discurso, ni por ende un proceder que se ufane de
acertado de manera exclusiva por las glorias de otrora, ni por prodigar acogida
a posturas de atípico calado en las actuales circunstancias.
Respetuosa de la
realidad, sin dejar de contemplarla con la actitud y el detalle propios de quien quiere favorecerla, debe atender
sus percepciones, sus ambiciones e ideas, sin el recelo de la discordancia ni
el menosprecio de la tajante objeción.
En consecuencia,
no le es dable al conservadurismo en su esencia natural, anquilosarse sin más,
en las maneras de concebir las cosas de las épocas pasadas, no puede renunciar
a lo social y más todavía, no puede asignarle un papel de secundaria atención y
relevancia.
El sentido y el
ejercicio del buen gobierno, no pueden ser en justicia tachados de populismo, y
muchas dinámicas sociales que suponen mutación, pueden ser sin dificultad
importantes avances de un estado de cosas como en el que siempre ha de estar
inmersa la humanidad, cual es, susceptible de mejoras y clamoroso de esmero y
solicitud.
Ésta es la
procedencia y el porvenir, la causal y el corolario de una fuerza no tanto
partidista como ideológica, que tiene como desde siempre grandes aportes qué
hacer, varias y no poco trascendentales cosas por decir, a aquella, su propia
entidad y su ámbito de acción no le conceden desconocer su dirección, ni su
estirpe originaria, no debe eludir la esperanza que en sí misma constituye, y
por consiguiente, no puede negarse a renacer.
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