Por:
George Symington
Casos criminales como
la Tragedia del Teatro Aurora, del 20
de julio pasado (episodio en el cual fueron brutalmente asesinadas 12 victimas
inocentes por un asesino en masa) abren grandes debates en la opinión pública, no
solo en torno a cuál debería ser la política pública sobre las armas de fuego
en manos de los civiles, sino también acerca
de cuál debe ser el tratamiento penal para los sujetos que la literatura
psiquiátrica y psicológica han considerado como personas irrecuperables de resocializarse. Bajo una óptica netamente
peligrosista, en donde prima la seguridad de la ciudadanía sobre los derechos
del criminal, la función de la pena giraría exclusivamente en torno a la
prevención especial y a la protección de la sociedad del reo. Llevando dicha
concepción del derecho penal a su expresión más radical, el Estado, haciendo
uso del Ius Puniendi, solo tendría
dos opciones lógicas para lidiar con aquellos individuos que representan un
claro peligro para la abstracción “sociedad” y para los cuales la
rehabilitación social no es una opción posible: por un lado, sancionar a este
tipo de delincuentes con la pena capital, o en su defecto, condenarlos a cadena
perpetua.
La filosofa
rusa-estadounidense Ayn Rand argumentaba que, en términos de justicia y
moralidad, las personas que acaban con la vida humana sin ningún tipo de justificación,
ciertamente merecen morir. Para Rand, desde el punto de vista ético, no existe
ninguna objeción moral en torno a la pena capital, inclusive la muerte puede ser
un precio demasiado pequeño en relación con la magnitud y atrocidad de ciertos
crímenes. Sin embargo, en palabras de Rand, el problema con la pena capital es
de epistemología práctica, ya que es difícil establecer con absoluta certeza si
un individuo realmente cometió una ofensa capital.
Como sustento de lo que
alega Rand, entre 1973 y 2005 más de 123 personas en los Estados Unidos que
estaban condenados a la pena de muerte fueron absueltos cuando surgió nueva
evidencia sobre su inocencia. Lo anterior demuestra el peligro evidente de
otorgarle al Estado esta facultad, sin ni siquiera entrar en detalle sobre los
abusos que se han cometido históricamente por parte de los Estados autocráticos
(como los infames regímenes fascistas y comunistas) a través de la pena
capital, como un arma política para acabar con los ciudadanos que se han opuesto
a sus regímenes despóticos.
La segunda opción que
tendría el derecho penal para lidiar con las personas irrecuperables bajo un
esquema netamente peligrosista seria la pena de prisión perpetua. Aunque aparentemente parece una opción más “humana”,
también tiene sus problemas prácticos. En Colombia se ha dado una celebre
campaña para reformar la Constitución para castigar a los violadores de menores
con la cadena perpetua. Si esto llegase a suceder, la cadena perpetua se
convertiría en la máxima pena imponible en Colombia. Más allá del debate sobre si
la cadena perpetua constituye un trato cruel e inhumano, existe un grave
problema con imponerle a los violadores de menores la cadena perpetua: si tanto
la violación de menores como el asesinato de menores fueran delitos sancionados
con la cadena perpetua, cuando un sujeto viola a un menor de edad el costo marginal
asociado con asesinarlo es cero, y por el contrario, si lo deja vivo incurre en
un mayor riesgo de ser atrapado.
Entonces, ¿qué debe
hacer un Estado con las personas que no pueden vivir en una comunidad? La
cuestión no es fácil y se requiere de la templanza, la racionalidad, la
razonabilidad y la proporcionalidad para encontrar soluciones adecuadas a esta
problemática. No es una cuestión de optar por soluciones facilistas de estirpe
peligrosista que pueden tener consecuencias adversas a lo que se pretende.
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