miércoles, 29 de agosto de 2012

Reflexiones sobre una política peligrosista para lidiar con los crímenes más atroces.



Por: George Symington

Casos criminales como la Tragedia del Teatro Aurora, del 20 de julio pasado (episodio en el cual fueron brutalmente asesinadas 12 victimas inocentes por un asesino en masa) abren grandes debates en la opinión pública, no solo en torno a cuál debería ser la política pública sobre las armas de fuego en manos de los civiles, sino  también acerca de cuál debe ser el tratamiento penal para los sujetos que la literatura psiquiátrica y psicológica han considerado como personas irrecuperables de resocializarse. Bajo una óptica netamente peligrosista, en donde prima la seguridad de la ciudadanía sobre los derechos del criminal, la función de la pena giraría exclusivamente en torno a la prevención especial y a la protección de la sociedad del reo. Llevando dicha concepción del derecho penal a su expresión más radical, el Estado, haciendo uso del Ius Puniendi, solo tendría dos opciones lógicas para lidiar con aquellos individuos que representan un claro peligro para la abstracción “sociedad” y para los cuales la rehabilitación social no es una opción posible: por un lado, sancionar a este tipo de delincuentes con la pena capital, o en su defecto, condenarlos a cadena perpetua.
La filosofa rusa-estadounidense Ayn Rand argumentaba que, en términos de justicia y moralidad, las personas que acaban con la vida humana sin ningún tipo de justificación, ciertamente merecen morir. Para Rand, desde el punto de vista ético, no existe ninguna objeción moral en torno a la pena capital, inclusive la muerte puede ser un precio demasiado pequeño en relación con la magnitud y atrocidad de ciertos crímenes. Sin embargo, en palabras de Rand, el problema con la pena capital es de epistemología práctica, ya que es difícil establecer con absoluta certeza si un individuo realmente cometió una ofensa capital.
Como sustento de lo que alega Rand, entre 1973 y 2005 más de 123 personas en los Estados Unidos que estaban condenados a la pena de muerte fueron absueltos cuando surgió nueva evidencia sobre su inocencia. Lo anterior demuestra el peligro evidente de otorgarle al Estado esta facultad, sin ni siquiera entrar en detalle sobre los abusos que se han cometido históricamente por parte de los Estados autocráticos (como los infames regímenes fascistas y comunistas) a través de la pena capital, como un arma política para acabar con los ciudadanos que se han opuesto a sus regímenes despóticos.
La segunda opción que tendría el derecho penal para lidiar con las personas irrecuperables bajo un esquema netamente peligrosista seria la pena de prisión perpetua.  Aunque aparentemente parece una opción más “humana”, también tiene sus problemas prácticos. En Colombia se ha dado una celebre campaña para reformar la Constitución para castigar a los violadores de menores con la cadena perpetua. Si esto llegase a suceder, la cadena perpetua se convertiría en la máxima pena imponible en Colombia. Más allá del debate sobre si la cadena perpetua constituye un trato cruel e inhumano, existe un grave problema con imponerle a los violadores de menores la cadena perpetua: si tanto la violación de menores como el asesinato de menores fueran delitos sancionados con la cadena perpetua, cuando un sujeto viola a un menor de edad el costo marginal asociado con asesinarlo es cero, y por el contrario, si lo deja vivo incurre en un mayor riesgo de ser atrapado.
Entonces, ¿qué debe hacer un Estado con las personas que no pueden vivir en una comunidad? La cuestión no es fácil y se requiere de la templanza, la racionalidad, la razonabilidad y la proporcionalidad para encontrar soluciones adecuadas a esta problemática. No es una cuestión de optar por soluciones facilistas de estirpe peligrosista que pueden tener consecuencias adversas a lo que se pretende.


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