Opiniones provisionales
Por: Juan David Torres
VI semestre de Economía
En nuestra democracia, la coherencia es vista como una virtud imprescindible. A los individuos se les elogia por sus convicciones firmes, por sus ideas consistentes e inflexibles. Cambiar de opinión y criticar lo que antes se defendía,y viceversa, tiene todo tipo de connotaciones negativas. De esta manera, se soslaya el debate señalando,a manera de contraargumento, cualquier opinión pasada que deslegitime las ideas presentes del interlocutor. En otras palabras, la virtud está en ser preso de las opiniones, en jamás recular.
Sin embargo, resulta paradójico que lo que se cree democrático y virtuoso termine minando el debate y por ende, a la democracia misma. No en vano, quien desde hace un lustro es reconocido como el mejor senador del país, famoso por su coherencia, afirma que: "a los oponentes no hay que convencerlos, hay que derrotarlos". En este sentido, la democracia queda relegada a un mero juego de suma cero, en el cual unos se imponen sobre otros; donde escuchar al interlocutor es un mero formalismo, pues cada quien se atribuye a sí mismo la razón. Esto es pernicioso cuando se supone una especie de superioridad moral derivada de la coherencia, no debería extrañar que se subestime el diálogo en favor de la imposición de los argumentos de quienes presumen tener la razón, los cuales se transforman en axiomas incuestionables. Al final se vive en una democracia que superpone las ideas en lugar de construirlas, que premia la arrogancia y castiga la humildad. No sorprende que en Bogotá se busque revocar a un alcalde desde antes de ser elegido.
Ahora bien, cuando un país premia la inflexibilidad de sus líderes políticos sobre todas las cosas, no sólo merma el diálogo sino que se atiza el caudillismo. De cierta manera, la coherencia, tan encomiada, se convierte en un instrumento político para preservar el poder y negar todo cuestionamiento. Así, ni la evidencia empírica puede contra el culto a la intransigencia y la coherencia se convierte en una cómplice implícita de la falacia. Al mejor senador se le encubre su deshonestidad intelectual y sus ataques, ad hominem, de forma tautológica: "porque es el mejor senador, el más coherente. Si lo dice es por algo". Ocurre lo mismo con el "gran colombiano", el cual jamás podría apoyar un acuerdo de paz logrado por otro, pues la razón de ser de su partido es precisamente la oposición a todo acuerdo firmado por alguien diferente a su caudillo. En sí, cambiar de opinión resta legitimidad. No en vano Fidel murió defendiendo la revolución, aunque tal vez en el fondo sabía que había instaurado una tiranía.
Es hora de repensar las virtudes democráticas. Alejandro Gaviria, de cuyo libro surge esta reflexión, propone, siguiendo a Estanislao Zuleta y a Albert Hirschman, superar la inflexibilidad de las ideas y comenzar a pensar en opiniones provisionales. De esta manera, lo loable sería mantener nuestras convicciones, ideas y opiniones sujetas a las circunstancias, a ese piélago de escenarios posibles que los economistas llamamos incertidumbre. Así, en línea con Popper, creemos algo hasta que la evidencia y otros argumentos –no superpuestos sino construidos a partir del diálogo– nos obligan a reconsiderarlo. No acomodamos los hechos a la inflexibilidad de nuestras convicciones, sino que éstas ceden en favor de la evidencia y las nuevas ideas. Ya nadie es preso de sus opiniones. De hecho, podemos comenzar a dudar de quien parece serlo. En este sentido, si la virtud está en sustituir las ideas con humildad cuando sea necesario se abre la oportunidad de tener mejores líderes, mejor diálogo y, por ende, una mejor democracia. http://www.twitter.com/torresjd96
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