Pese a ser de Derecho, la
justicia y la razonabilidad parecen estar ausentes de ciertos métodos empleados
por la Facultad. Ni siquiera en los preparatorios, cuando el final parece tan
cerca, se puede evadir esta realidad.
Por:
Jaime Hernández y Sebastián Solarte
Esperó
nueve o diez semestres por este momento. Tal vez once. La puerta de vidrio del
sexto piso estaba, como de costumbre, cerrada. Golpeó tímidamente y sonrió para
que Laura y Henry le abrieran la puerta. Ellos le devolvieron la sonrisa, la
misma con la que consolaban, semana a semana, a quienes recibían un “reprobado”
a cambio de las largas horas de estudio, el desglose minucioso de los bancos de
preguntas y la impresión de resúmenes de cientos de páginas que no contenían,
por ningún lado, lo que el profesor había pretendido como respuesta.
Al entrar,
observó al frente suyo a otras tres personas, cada una más elegante que la
anterior, quienes divagaban ansiosamente entre mares de papeles y códigos con
la sensación de haber olvidado todo. Sabía que los nervios de sus compañeros,
al igual que los suyos, no se debían a la falta de estudio sino a la
incertidumbre que ofrece el sistema de preparatorios a los estudiantes. Iba
mentalizado para sentarse frente a un profesor –cuya identidad desconocería
hasta el momento de ser evaluado-, quien, sin grabar el examen ni tener un
segundo calificador, tenía en sus manos la posibilidad de retrasar su grado
unos meses más.
No
sabía cuáles eran las reglas de juego. Le dijeron que solo ciertas materias
serían evaluadas y que el examen buscaba integrar los conocimientos adquiridos
a lo largo de la carrera. No le advirtieron, sin embargo, que ni siquiera esas
reglas solían ser seguidas. Son muchos –no todos- los profesores que exigen a
los estudiantes poder contestar de memoria preguntas sobre historia o manejar
temas que ni siquiera hacen parte del pensum de la Facultad. La falta de
certeza, incluso, lleva a que algunos profesores evalúen con base en qué tan bien
puede un estudiante repetir la postura enseñada por él, como si todos hubieran
tenido que pasar por su cátedra como requisito para llegar a ese momento. En
aquellos casos, el pensamiento crítico y las teorías de los demás profesores deben
quedarse en el cajón, pues si se plantean en el examen, la reacción del
evaluador no se hace esperar y de su boca sale el “reprobado” que decenas de
estudiantes han recibido por el simple hecho de no compartir su visión.
Esperar
en la sala de espera le trajo varios recuerdos. Se acordó de quienes no podían
inscribir materias a tiempo e iban al sexto piso a pedir la apertura de un
cupo. Muchos de ellos se encontraban en esa situación por haberse atrasado al
perder o dejar de meter alguna materia y solo buscaban ponerse al día. Sin
embargo, esto no importaba: “los errores
en la vida se pagan con sangre o con plata”, como le respondió un funcionario
de la facultad a un compañero suyo que solo quería que le abrieran un cupo para
poder terminar todas las materias en décimo semestre y no tener que pagar media
matrícula el siguiente semestre por ver una sola clase. También recordó a
quienes se amontonaban en el sexto piso para pedir la revisión de los exámenes de
las clases dictadas por ciertas vacas sagradas para quienes evaluar de manera objetiva
y ecuánime era un golpe al ego. Nunca entendió cuál era el vacío que aquellos
profesores estaban tratando de llenar con esa actitud, pero esperaba que pronto
sanaran internamente para que comenzaran a comportarse con sensatez. Tal vez
muchos de estos juristas olvidan, entre su oficina, los cocteles y las clases,
que antes de ser abogados son personas; y más allá de su frialdad, distancia y
dureza, deberían ser figuras que infundan ejemplo y respeto, no sólo en el
ejercicio de la profesión sino en el diario vivir. Lo anterior, especialmente, de
cara a sus alumnos, quienes, más allá de estar en el aula aprendiendo derecho,
se están formando como personas.
Alguien
alguna vez dijo que “el alumno soporta
todo menos la injusticia”. Tal vez sea hora de repensar ciertos métodos de
enseñanza y evaluación para evitar discutibles situaciones en una Facultad como
la nuestra, la cual, con más de 80 años de historia, debería constantemente
revisar sus metodologías y procesos para lograr educar abogados humanos y
justos. En ciertos casos, el apego a las tradiciones solo sirve como
contentillo para profesores y funcionarios; sin embargo, la esencia de una
universidad son sus estudiantes, y es su correcta formación la que debería gestionar
sus directrices.
Su mente
fue detenida por el llamado del profesor. Su turno había llegado. Minutos
después, de su cara salió una sonrisa cuando el profesor le anunció el
“reprobado”. Ante la imposibilidad de cambiar el sistema, era mejor resignarse,
disfrutar la ironía de la situación y darle, de antemano, su más sentido pésame
a quien iba a ser evaluado enseguida. Finalmente, no era la primera ni sería la
última vez que la Facultad le sorprendería de esta manera.
“Servir cada día con desinterés y afecto, un
imperativo (…) trabajar sin tregua
porque se acreciente cada vez más el prestigio de vuestra facultad, un
ferviente anhelo, que espero sea para vosotros tarea grata que realizaréis con
decisión inquebrantable”. Gabriel Giraldo, S.J.
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