La paz de todos
Autor: David Guillermo Ortiz Rey - Estudiante de Derecho y Relaciones
Internacionales
La historia de nuestro país está llena
de momentos de alegría, de superación, de guerra, de odio y de desesperación.
Todos siempre nos esforzamos porque vivamos más momentos de felicidad y de
orgullo por nuestro país y por lo que significa para todos nosotros. Nos unimos
detrás de un televisor para gritarle a jugadores que no nos conocen, nos
emocionamos hasta llorar de la alegría oyendo el himno de nuestro país en unos
Juegos Olímpicos. Esos triunfos los sentimos propios por el hecho de ser
colombianos, de sentir que quien alza esa copa o muerde esa medalla, es un
compatriota de a pié que se ha esforzado para llegar a la gloria, para dejar en
alto el nombre de nuestro país. Es más, que su realidad puede no ser tan
distinta de la nuestra. “¡Ganamos!”, gritamos
con orgullo. “Este año sí nos llevamos esta copa”, decimos llenos de esperanza.
Este tipo de momentos nos llenan, nos unen como colombianos, nos hacen sentir a
todos nosotros parte de algo.
Es precisamente por este sentimiento
que he vivido estos días, y meses que decidí escribir esta columna. Porque la
tristeza me inundó cuando me di cuenta, después de celebrar un triunfo
deportivo, que estamos halando para lados distintos cuando concierne a un
proceso de paz. Más allá de la ideología política, es muy triste que en un país
nos estemos peleando e insultando por la ratificación o no del mismo. Y ojo, no
estoy defendiendo a nadie, de lado y lado nos estamos atacando con expresiones
del tipo “enemigos de la paz”, “vendidos” o “crédulos”. Eso es triste y
ofensivo. Así no quiero una paz. Es más, eso ni siquiera es paz. Algo que nos
debería unir y enorgullecernos, como el triunfo de uno de nuestros deportistas,
nos distancia aún más y nos llena de rabia frente a quienes no están de acuerdo
con nosotros. La paz comienza por uno mismo, por no insultar, por aceptar las
diferencias.
Así como nos sentimos felices por ganar
una medalla, sintámonos felices por la oportunidad que nos está dando la
historia; así como nos sentimos parte de algo muy valioso cuando ganamos un partido
de fútbol, unámonos bajo el manto de la reconciliación. Este proceso de paz no
es de un presidente, no es de un partido político, es de todos los colombianos.
Lo más importante que ha tenido este proceso, salvo algunas contadas
excepciones, es que ha permitido unirnos a ideologías radicalmente distintas,
pero que no queremos más conflictos, más desazón, más desesperanza. La realidad
colombiana nos ha enseñado que vivir en guerra, durante casi toda nuestra historia,
no nos ha servido de nada. ¿No es hora de intentar algo distinto? ¿No será que
es el momento de dejar viejos orgullos de lado y comenzar a perdonar?
Debemos darnos la oportunidad de vivir
en un país sin tanto odio, sin tanta intolerancia, sin tanto orgullo ofensivo y
destructivo. Lo que se pretende con esta columna es que nos reconciliemos, no
con las FARC, no con el ELN, sino con nosotros mismos. Concienticémonos de la
oportunidad que tenemos y de los modos que existen para solucionar nuestras
diferencias. Marcar SI o marcar NO no cambiará nada si no cambiamos nosotros
mismos. ¿Cómo podemos pedir reconciliación si lo hacemos insultando o
excluyendo? Qué paradójico e irónico es tener una manilla o llevar una
calcomanía que dice PAZ, si ni siquiera vivimos en paz entre nosotros mismos. La
paz no se logrará si no comenzamos a respetar al que piensa distinto, al que
vive distinto, al que ama distinto. Es hora de creernos el cuento de que las
cosas se pueden hacer de otra forma, es hora de pensar en un futuro mejor. No
por un presidente, no por una ideología, sino por nosotros mismos. Esa, amigos
míos, será la paz de todos.
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