La manera de entender la democracia a la Dworkin, tiene mucho que ver con
la manera de entender el modo de vida de otros.
Por: Ricardo Gómez Pinto
Ronald Dworkin partía de que la democracia podía ser defendida
desde dos posturas diferentes[1].
Una, la entendía como la voz de las mayorías. La otra, una democracia, si se
quiere en sentido contrario, minoritaria, en la que cada individualidad juega
un papel relevante en la esfera política. Hoy, en el contexto que se abre paso tras
su muerte, estos argumentos siguen vigentes y tratan de una pregunta constitucionalmente
importante: ¿es democrático el control constitucional realizado por el Tribunal
Constitucional, como un órgano no representativo de las mayorías? O, planteado algo
a la colombiana, ¿es legítimo el control constitucional que realiza un órgano
estatal, conformado por una minoría no elegida por el pueblo, sino designada
por sus representantes?
La respuesta a la Dworkin se convierte en una cuestión de
principios. En esto, diríamos, Dworkin fue leal a su teoría, a su modo de ver
el derecho y a su manera de pensar la Constitución, hasta su muerte.
Todo Tribunal constitucional encargado del control
constitucional de las leyes o los actos de las autoridades públicamente
elegidas, encuentra más legitimidad en sus actuaciones, así se trate de
funcionarios designados y no elegidos, cuando actúa de acuerdo a la voz de la
moral pública que se encierra en los textos constitucionales. En este sentido,
Dworkin aparece como el más formalista. Su mensaje y visión de la Constitución
tenía que definirse así, si de lo que se trataba era de dar una teoría
coherente, metodológicamente hablando, en donde prevaleciese el respeto de
derechos.
Dar la prevalencia a la moral constitucional implica dar
prevalencia, a toda costa y contra todo, a los principios que definen el Estado
de derecho anclado a una Constitución. Estos principios están encaminados a
garantizar la efectividad de los derechos, también a toda costa. Aquí aparece
el Dworkin antiformalista, consciente de las necesidades reales de la gente,
que no eran las mismas de la ley. En esto yace que sus escritos siempre hayan
aparecido actualizados a las realidades del día a día en filosofía y teoría
política.
La justicia constitucional debe abrirse camino, y en el
sentido de la interpretación de Dworkin, el camino es bastante pedregoso. Para
esto recurre al juez que debe articular su discurso en clave de derechos y
darles efectividad. Esta discusión se encuentra contextualizada por las
realidades contemporáneas, donde resulta más adecuada a una moral pública la
acción de un juez constitucional que articula su discurso para la protección y
acceso de los grupos minoritarios a los espacios donde se discute sobre
libertad de expresión, libre desarrollo de la personalidad o libre concepción
educativa y religiosa.
Para la muestra, un botón. El argumento en contra de las
mayorías democráticas es aplicable al caso del debate, o la ausencia del mismo,
en relación al matrimonio igualitario. La ausencia penosa del gobierno y del
mismo Congreso, y en concreto, de los ministerios del interior y de justicia relegados
por la bancada “gerleinista”, refleja la crisis del concepto mayoritario de
democracia. Esto no sólo conlleva la debida responsabilidad política del Ministro
del Interior, Fernando Carrillo y de la Ministra de Justicia, Luz Stella Correa,
sino que demuestra la negligencia de los representantes para el manejo de los
asuntos constitucionales de los representados, sobre todo, tratándose de minorías
políticas aisladas y discriminadas por condiciones de sexo. Este tipo de
discriminación, recuérdese, está prohibido expresamente por la Constitución al
especificar los criterios sospechosos de discriminación negativa.
Junto a este tipo de reflexiones, a la Dworkin, aparece
el discurso de otro principialista como Sócrates, quien desmitificó el temor a
la muerte y la sometió a una vida recta, moralmente hablando. El modo de vida
de Dworkin fue un modo de vida justo y honrado, donde, como Sócrates, lo que
importa no es qué tan larga fuese esa vida, sino el hecho de haber merecido una
muerte digna. La muerte de Dworkin representa el final de una vida digna, en
términos de moral pública y moral del derecho, que honra la memoria de un
hombre que vivió, muy a lo Sócrates, por sus principios. Su legado, que aparece
como la manera de pensar el derecho, dice mucho sobre su manera de entender la
vida.
La defensa de las minorías que asumen órganos de
representación mínima, para garantizar espacios de acceso a escenarios
constitucionales, encuentra legitimación pues se trata, como lo es el control
constitucional vía ciudadana, de espacios de reivindicación que se abren paso
ante imposiciones ilegítimas de las mayorías.
En este sentido, virtud socrática y moral dworkiniana, se
identifican. El ciudadano demócrata para Sócrates y Dworkin, es un sujeto que
busca ganar espacios de libertad, mediante la razón. Razón que tiene la opción
de seguir la ley pero que como identidad minoritaria, es decir, que no se tenga
que ver así misma como parte de la mayoría. Sobre todo, una mayoría que no actúa
de manera virtuosa, pensaría Sócrates, ni de un modo racional, advertiría
Dworkin.
Dworkin llamará a este actuar, moral púbica. El actuar
correctamente, de acuerdo a los principios mínimos de convivencia que manda la
Constitución y que no necesita de ningún intermediario. De aquí que el concepto
de democracia mayoritaria entre en crisis.
El mensaje que deja Dworkin, con este método de responder
a los problemas constitucionales, es que hacer el derecho es un ejercicio necesariamente
democrático. Un ejercicio en el que el juez constitucional está regido por las
máximas de esa conciencia constitucional. Nunca fue un partidario abierto de la
discrecionalidad judicial, de ahí su debate con Hart, porque siempre consideró
que ese juez constitucional se debía a su moral y sus principios, para poder
hablar de una teoría del derecho coherente, sensata y digna, que promoviera la
prevalencia y el imperio de la justicia, como valor, no como institución. Aquí
residía su secreto, en el que todos pueden alcanzar, a lo Sócrates, una vida
feliz.
[1]
Sobre esto se puede consultar su libro Is
Democracy Possible Here? e “Equality, Democracy and Constitution: We the
People, in Court”, en Alberta Law Review, vol. xxvii, no. 2, 1990.
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