miércoles, 18 de septiembre de 2013

El Problema de la Democracia en Dworkin



La manera de entender la democracia a la Dworkin, tiene mucho que ver con la manera de entender el modo de vida de otros.

Por: Ricardo Gómez Pinto


Ronald Dworkin partía de que la democracia podía ser defendida desde dos posturas diferentes[1]. Una, la entendía como la voz de las mayorías. La otra, una democracia, si se quiere en sentido contrario, minoritaria, en la que cada individualidad juega un papel relevante en la esfera política. Hoy, en el contexto que se abre paso tras su muerte, estos argumentos siguen vigentes y tratan de una pregunta constitucionalmente importante: ¿es democrático el control constitucional realizado por el Tribunal Constitucional, como un órgano no representativo de las mayorías? O, planteado algo a la colombiana, ¿es legítimo el control constitucional que realiza un órgano estatal, conformado por una minoría no elegida por el pueblo, sino designada por sus representantes?
La respuesta a la Dworkin se convierte en una cuestión de principios. En esto, diríamos, Dworkin fue leal a su teoría, a su modo de ver el derecho y a su manera de pensar la Constitución, hasta su muerte.
Todo Tribunal constitucional encargado del control constitucional de las leyes o los actos de las autoridades públicamente elegidas, encuentra más legitimidad en sus actuaciones, así se trate de funcionarios designados y no elegidos, cuando actúa de acuerdo a la voz de la moral pública que se encierra en los textos constitucionales. En este sentido, Dworkin aparece como el más formalista. Su mensaje y visión de la Constitución tenía que definirse así, si de lo que se trataba era de dar una teoría coherente, metodológicamente hablando, en donde prevaleciese el respeto de derechos.
Dar la prevalencia a la moral constitucional implica dar prevalencia, a toda costa y contra todo, a los principios que definen el Estado de derecho anclado a una Constitución. Estos principios están encaminados a garantizar la efectividad de los derechos, también a toda costa. Aquí aparece el Dworkin antiformalista, consciente de las necesidades reales de la gente, que no eran las mismas de la ley. En esto yace que sus escritos siempre hayan aparecido actualizados a las realidades del día a día en filosofía y teoría política.
La justicia constitucional debe abrirse camino, y en el sentido de la interpretación de Dworkin, el camino es bastante pedregoso. Para esto recurre al juez que debe articular su discurso en clave de derechos y darles efectividad. Esta discusión se encuentra contextualizada por las realidades contemporáneas, donde resulta más adecuada a una moral pública la acción de un juez constitucional que articula su discurso para la protección y acceso de los grupos minoritarios a los espacios donde se discute sobre libertad de expresión, libre desarrollo de la personalidad o libre concepción educativa y religiosa.
Para la muestra, un botón. El argumento en contra de las mayorías democráticas es aplicable al caso del debate, o la ausencia del mismo, en relación al matrimonio igualitario. La ausencia penosa del gobierno y del mismo Congreso, y en concreto, de los ministerios del interior y de justicia relegados por la bancada “gerleinista”, refleja la crisis del concepto mayoritario de democracia. Esto no sólo conlleva la debida responsabilidad política del Ministro del Interior, Fernando Carrillo y de la Ministra de Justicia, Luz Stella Correa, sino que demuestra la negligencia de los representantes para el manejo de los asuntos constitucionales de los representados, sobre todo, tratándose de minorías políticas aisladas y discriminadas por condiciones de sexo. Este tipo de discriminación, recuérdese, está prohibido expresamente por la Constitución al especificar los criterios sospechosos de discriminación negativa.            
Junto a este tipo de reflexiones, a la Dworkin, aparece el discurso de otro principialista como Sócrates, quien desmitificó el temor a la muerte y la sometió a una vida recta, moralmente hablando. El modo de vida de Dworkin fue un modo de vida justo y honrado, donde, como Sócrates, lo que importa no es qué tan larga fuese esa vida, sino el hecho de haber merecido una muerte digna. La muerte de Dworkin representa el final de una vida digna, en términos de moral pública y moral del derecho, que honra la memoria de un hombre que vivió, muy a lo Sócrates, por sus principios. Su legado, que aparece como la manera de pensar el derecho, dice mucho sobre su manera de entender la vida.
La defensa de las minorías que asumen órganos de representación mínima, para garantizar espacios de acceso a escenarios constitucionales, encuentra legitimación pues se trata, como lo es el control constitucional vía ciudadana, de espacios de reivindicación que se abren paso ante imposiciones ilegítimas de las mayorías.          
En este sentido, virtud socrática y moral dworkiniana, se identifican. El ciudadano demócrata para Sócrates y Dworkin, es un sujeto que busca ganar espacios de libertad, mediante la razón. Razón que tiene la opción de seguir la ley pero que como identidad minoritaria, es decir, que no se tenga que ver así misma como parte de la mayoría. Sobre todo, una mayoría que no actúa de manera virtuosa, pensaría Sócrates, ni de un modo racional, advertiría Dworkin.
Dworkin llamará a este actuar, moral púbica. El actuar correctamente, de acuerdo a los principios mínimos de convivencia que manda la Constitución y que no necesita de ningún intermediario. De aquí que el concepto de democracia mayoritaria entre en crisis.        
El mensaje que deja Dworkin, con este método de responder a los problemas constitucionales, es que hacer el derecho es un ejercicio necesariamente democrático. Un ejercicio en el que el juez constitucional está regido por las máximas de esa conciencia constitucional. Nunca fue un partidario abierto de la discrecionalidad judicial, de ahí su debate con Hart, porque siempre consideró que ese juez constitucional se debía a su moral y sus principios, para poder hablar de una teoría del derecho coherente, sensata y digna, que promoviera la prevalencia y el imperio de la justicia, como valor, no como institución. Aquí residía su secreto, en el que todos pueden alcanzar, a lo Sócrates, una vida feliz.




[1] Sobre esto se puede consultar su libro Is Democracy Possible Here? e “Equality, Democracy and Constitution: We the People, in Court”, en Alberta Law Review, vol. xxvii, no. 2, 1990.

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