A favor de
la fiesta brava
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Fue en una tarde lluviosa donde vi por primera vez como la nobleza y la
valentía eran más importantes que la sangre derramada en el ruedo. Será en una
tarde lluviosa donde, sin poder explicarlo, lloraré la belleza y la bravura
antes que la muerte.
Por: Camilo Vallejo Giraldo
(Febrero de 2009)
(Febrero de 2009)
Era una tarde
propia Enero, o mejor, una tarde de Enero propia de Manizales, una de esas en
las que al alegre sol lo sorprende la presentida irrupción de la lluvia. Llovía
a cántaros sobre la arena, igual sobre los espectadores que hacia ella poníamos
nuestras miradas, y la idea que no abandonaba mi mente de niño era porqué el
que construyó la plaza de toros no fue tan inteligente como el que hizo el
estadio de fútbol, ¿cómo fue que no se le ocurrió inventarse un techo?
Obvio, para mí, con
mi corta edad, ir a una corrida de toros en la Monumental era un plan
tan sencillo como ir a un partido del Once Caldas en el Palogrande. Para ambos
se llevaba el respectivo cojín publicitario de la licorera, se llevaba el
impermeable que habría de protegernos de la inclemencia de la fiel lluvia, mi
papá se terciaba su radio en el cuello y mi mamá nos despedía desde la puerta con
rezos al infaltable Espíritu Santo; algo sí cambiaba para ir a los toros, la
ausencia de la gloriosa camiseta blanca y la presencia de una “bota” que no era
para los pies sino que se llevaba al hombro y en cuyo interior se portaba un
secreto que mi papá compartía con los del lado en la grada pero nunca conmigo.
Y fue esa tarde
lluviosa, esa misma en la que vi a mi padre llorar de la emoción por culpa de
los infinitos “naturales” de José Tomás, en la que, ahora comprendo, comenzó mi
vida en una tradición cuya complejidad misma la hace inexplicable, en algo que
escapa a la razón tal y como hoy no se explica mi necesidad de vestirme, de
comer lo que como, de vivir en democracia, de adquirirlo todo con dinero y de
hablar y escribir exactamente con los mismos símbolos con los que me entienden.
Esa tarde nunca imaginé que mi papá me inducía en un mundo de magia irracional,
en un mundo que nunca se acaba de conocer, en un mundo que requiere de un gusto
que ni siquiera en este artículo podrá nadie comprender.
Es la fiesta del
toro, esa misma que aterró y después enamoró a Hemingway, a la que hoy se le reclama
que deje atrás el salvajismo y la violencia, para darle paso al respeto por la
vida y por la naturaleza; pero de algo no se han percatado, nosotros en el
ruedo nada de eso vemos, sencillamente experimentamos todo lo contrario: armonía,
belleza y respeto por el toro. Para el buen taurino es más importante la nobleza
y la bravura del toro que su sangre y su muerte. ¿Cómo se explica eso? ¿Cómo se
explica su carácter cultural?
A lo mejor estaría
bien acudir a argumentos jurídicos, pero en mi humilde opinión el hecho de que
se señale legalmente a la tauromaquia como valor integrante del patrimonio
cultural de la Nación
puede no ser muy diciente de la verdad popular, más cuando hoy por hoy resulta
tan discutible la representatividad de nuestro cómico Congreso. Por eso hoy
renunciaré a mi carácter de estudiante de Derecho, hecho que me facultaría para
dar por terminada la discusión ante un argumento fundado en el ordenamiento, y
optaré por poner mejor sobre la mesa algunas razones un poco más serias: Fui un
niño que vio llorar a su padre en su primera corrida, con él seguí yendo, y hoy
siento los toros como parte de mi vida.
A esas recurrente
pregunta que mis conocidos me hacen para indagar la razones por las cuales
considero las corridas de toros como algo cultural, sólo he conseguido
responder, el igual número de veces, con preguntas: ¿Por qué ese mismo niño que
al ver la masacre de un cerdo lloró hasta perder las lágrimas en Diciembre, fue
capaz, en Enero, de resistir la masacre de cerca de 40 toros en tan sólo una
semana? ¿Será que yo era ecologista en Diciembre y Enero me daba un repentino
ataque de crueldad y sadismo? Sólo he atinado a responder con preguntas por la
impotencia que me produce ver como, ante la incuestionable muerte de un ser
vivo, miles de personas acuden a las plazas de toros a disfrutar de un “pase”
bien logrado en vez del derramamiento de sangre, a contemplar a un toro que
deberá tratarse con respeto incluso después de su muerte.
A esta paradoja
pocas salidas pueden encontrársele, pocas respuestas pueden explicársele, y
quizás el taurino que pretenda hacerlo no pasará de ser un pretensioso. Quizás
por eso es que resulta tan desdeñable toda discusión entre antitaurinos y
taurinos, pues mientras éstos intentan razonar con lo irrazonable aquéllos
creen conocer las razones de éstos. Para quienes es tan sólo un negocio, sólo
cabe decirles que es tan negocio como cualquier arte al cual el capitalismo se ha
llevado en su cauce. Quienes consideran que es sólo para ricos, sería bueno que
conocieran un poco de la fiesta del toro por fuera de la Santamaría de Bogotá,
acudir quizás a una corrida en Duitama o Sogamoso, o en algún recóndito pueblo
de La Castilla
española. Para quienes allí sólo se acude a exponer los privilegios del privilegiado,
puedo presentarles al “Loco Darío”, un manizaleño humilde que con el fruto de
su trabajo anual consigue un abono con el que podrá ir a ver los toros,
únicamente por amor. Para quienes creen que se hace a costa de indefensos
animales, a pesar de su acierto, deben preguntarse cuál sería la vida de estos
animales si las corridas dejaran de existir. Para quienes creen conocer las
razones por las que las corridas existen, sólo resta admirarlos, estoy seguro
que nosotros los taurinos pocas conocemos. A quienes creen que por su
multitudinario rechazo no puede catalogarse de cultural, debe advertírseles que
la cultura recae sobre las diferentes concepciones del mundo y tradiciones
artísticas, entre ellas incluso las que no responden a los parámetros sociales
predominantes en cuanto a raza, religión, lengua y folclor.
El razonamiento antitaurino
representa la típica “solidaridad” de Occidente frente al mundo, ese mismo
valor loable que, a la manera de Pizarro y de la Inquisición , llevó la
democracia a Irak, le brindó derechos a la mujer musulmana, erradicó la odiosa
práctica de los emberas de cortar el clítoris a sus mujeres, y consolida con el
paso del tiempo el trato “humanitario” para los animales. Esa idea occidental
de pretender explicar, a partir de los valores de la cultura propia, la
barbaridad de la ajena; esa idea de querer expandir nuestros buenos valores
para erradicar esos misteriosos que no podemos explicar y que no nos resultan
convenientes. Quizás lo que más incomoda a los antitaurinos, es decir a la
mayoría de la humanidad, no es el acto en sí mismo, si no la imposibilidad de
explicar su existencia como valor cultural de una minoría social. Es obvio,
incluso los taurinos sólo podemos, en últimas, acudir a argumentos irracionales
e incógnitos, como bien lo afirmó Camilo José Cela: “El toreo es un arte misterioso, mitad vicio y mitad ballet. Es un
mundo abigarrado, caricaturesco, vivísimo y entrañable el que vivimos los que
un día soñamos con ser toreros.”
Aquí la intención
era pretender justificar la existencia de la tauromaquia y defenderla, pero al
encontrarme con aquel niño que hoy acude a las corridas por simple placer y
gusto, reconocí que el arraigo cultural de este mundo es tal, que quien pueda
explicarlo es porque más bien tiene un pie fuera de éste. Es esa inexplicable
razón por la que Hemingway se enamoró, por la que describió los toros como una
acto moral en razón de su placer; es ese mundo que cautivó a Orson Welles hasta
tal punto que pidió ser enterrado en la finca de una de los más grandes toreros
españoles; es ese sello que llevo en el pecho, que no puedo ver ni oír, que me
hace amar los toros sin poderlos explicar.
Quizás
desparezcamos en la historia como el último vestigio de bárbaros crueles occidentales,
pero solo sé que a mi abuelo le gustaban los toros, a mi padre le gustaban los
toros, y a mí también. Hoy soy yo quien llora con las “naturales” de José Tomás.
Los toros para ser
un arte, sólo pueden explicarse en términos de belleza y estética, en términos que llegan a escapar a la percepción
y a la razón, porque si se pretenden explicar de otra forma nunca dejarán de
ser una cruel técnica circense.
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