sábado, 21 de enero de 2012


A favor de la fiesta brava


LA FIESTA DEL TORO

Elespectador.com

Fue en una tarde lluviosa donde vi por primera vez como la nobleza y la valentía eran más importantes que la sangre derramada en el ruedo. Será en una tarde lluviosa donde, sin poder explicarlo, lloraré la belleza y la bravura antes que la muerte.

Por: Camilo Vallejo Giraldo
(Febrero de 2009)


Era una tarde propia Enero, o mejor, una tarde de Enero propia de Manizales, una de esas en las que al alegre sol lo sorprende la presentida irrupción de la lluvia. Llovía a cántaros sobre la arena, igual sobre los espectadores que hacia ella poníamos nuestras miradas, y la idea que no abandonaba mi mente de niño era porqué el que construyó la plaza de toros no fue tan inteligente como el que hizo el estadio de fútbol, ¿cómo fue que no se le ocurrió inventarse un techo?

Obvio, para mí, con mi corta edad, ir a una corrida de toros en la Monumental era un plan tan sencillo como ir a un partido del Once Caldas en el Palogrande. Para ambos se llevaba el respectivo cojín publicitario de la licorera, se llevaba el impermeable que habría de protegernos de la inclemencia de la fiel lluvia, mi papá se terciaba su radio en el cuello y mi mamá nos despedía desde la puerta con rezos al infaltable Espíritu Santo; algo sí cambiaba para ir a los toros, la ausencia de la gloriosa camiseta blanca y la presencia de una “bota” que no era para los pies sino que se llevaba al hombro y en cuyo interior se portaba un secreto que mi papá compartía con los del lado en la grada pero nunca conmigo.

Y fue esa tarde lluviosa, esa misma en la que vi a mi padre llorar de la emoción por culpa de los infinitos “naturales” de José Tomás, en la que, ahora comprendo, comenzó mi vida en una tradición cuya complejidad misma la hace inexplicable, en algo que escapa a la razón tal y como hoy no se explica mi necesidad de vestirme, de comer lo que como, de vivir en democracia, de adquirirlo todo con dinero y de hablar y escribir exactamente con los mismos símbolos con los que me entienden. Esa tarde nunca imaginé que mi papá me inducía en un mundo de magia irracional, en un mundo que nunca se acaba de conocer, en un mundo que requiere de un gusto que ni siquiera en este artículo podrá nadie comprender.

Es la fiesta del toro, esa misma que aterró y después enamoró a Hemingway, a la que hoy se le reclama que deje atrás el salvajismo y la violencia, para darle paso al respeto por la vida y por la naturaleza; pero de algo no se han percatado, nosotros en el ruedo nada de eso vemos, sencillamente experimentamos todo lo contrario: armonía, belleza y respeto por el toro. Para el buen taurino es más importante la nobleza y la bravura del toro que su sangre y su muerte. ¿Cómo se explica eso? ¿Cómo se explica su carácter cultural?

A lo mejor estaría bien acudir a argumentos jurídicos, pero en mi humilde opinión el hecho de que se señale legalmente a la tauromaquia como valor integrante del patrimonio cultural de la Nación puede no ser muy diciente de la verdad popular, más cuando hoy por hoy resulta tan discutible la representatividad de nuestro cómico Congreso. Por eso hoy renunciaré a mi carácter de estudiante de Derecho, hecho que me facultaría para dar por terminada la discusión ante un argumento fundado en el ordenamiento, y optaré por poner mejor sobre la mesa algunas razones un poco más serias: Fui un niño que vio llorar a su padre en su primera corrida, con él seguí yendo, y hoy siento los toros como parte de mi vida.

A esas recurrente pregunta que mis conocidos me hacen para indagar la razones por las cuales considero las corridas de toros como algo cultural, sólo he conseguido responder, el igual número de veces, con preguntas: ¿Por qué ese mismo niño que al ver la masacre de un cerdo lloró hasta perder las lágrimas en Diciembre, fue capaz, en Enero, de resistir la masacre de cerca de 40 toros en tan sólo una semana? ¿Será que yo era ecologista en Diciembre y Enero me daba un repentino ataque de crueldad y sadismo? Sólo he atinado a responder con preguntas por la impotencia que me produce ver como, ante la incuestionable muerte de un ser vivo, miles de personas acuden a las plazas de toros a disfrutar de un “pase” bien logrado en vez del derramamiento de sangre, a contemplar a un toro que deberá tratarse con respeto incluso después de su muerte.

A esta paradoja pocas salidas pueden encontrársele, pocas respuestas pueden explicársele, y quizás el taurino que pretenda hacerlo no pasará de ser un pretensioso. Quizás por eso es que resulta tan desdeñable toda discusión entre antitaurinos y taurinos, pues mientras éstos intentan razonar con lo irrazonable aquéllos creen conocer las razones de éstos. Para quienes es tan sólo un negocio, sólo cabe decirles que es tan negocio como cualquier arte al cual el capitalismo se ha llevado en su cauce. Quienes consideran que es sólo para ricos, sería bueno que conocieran un poco de la fiesta del toro por fuera de la Santamaría de Bogotá, acudir quizás a una corrida en Duitama o Sogamoso, o en algún recóndito pueblo de La Castilla española. Para quienes allí sólo se acude a exponer los privilegios del privilegiado, puedo presentarles al “Loco Darío”, un manizaleño humilde que con el fruto de su trabajo anual consigue un abono con el que podrá ir a ver los toros, únicamente por amor. Para quienes creen que se hace a costa de indefensos animales, a pesar de su acierto, deben preguntarse cuál sería la vida de estos animales si las corridas dejaran de existir. Para quienes creen conocer las razones por las que las corridas existen, sólo resta admirarlos, estoy seguro que nosotros los taurinos pocas conocemos. A quienes creen que por su multitudinario rechazo no puede catalogarse de cultural, debe advertírseles que la cultura recae sobre las diferentes concepciones del mundo y tradiciones artísticas, entre ellas incluso las que no responden a los parámetros sociales predominantes en cuanto a raza, religión, lengua y folclor.

El razonamiento antitaurino representa la típica “solidaridad” de Occidente frente al mundo, ese mismo valor loable que, a la manera de Pizarro y de la Inquisición, llevó la democracia a Irak, le brindó derechos a la mujer musulmana, erradicó la odiosa práctica de los emberas de cortar el clítoris a sus mujeres, y consolida con el paso del tiempo el trato “humanitario” para los animales. Esa idea occidental de pretender explicar, a partir de los valores de la cultura propia, la barbaridad de la ajena; esa idea de querer expandir nuestros buenos valores para erradicar esos misteriosos que no podemos explicar y que no nos resultan convenientes. Quizás lo que más incomoda a los antitaurinos, es decir a la mayoría de la humanidad, no es el acto en sí mismo, si no la imposibilidad de explicar su existencia como valor cultural de una minoría social. Es obvio, incluso los taurinos sólo podemos, en últimas, acudir a argumentos irracionales e incógnitos, como bien lo afirmó Camilo José Cela: “El toreo es un arte misterioso, mitad vicio y mitad ballet. Es un mundo abigarrado, caricaturesco, vivísimo y entrañable el que vivimos los que un día soñamos con ser toreros.”

Aquí la intención era pretender justificar la existencia de la tauromaquia y defenderla, pero al encontrarme con aquel niño que hoy acude a las corridas por simple placer y gusto, reconocí que el arraigo cultural de este mundo es tal, que quien pueda explicarlo es porque más bien tiene un pie fuera de éste. Es esa inexplicable razón por la que Hemingway se enamoró, por la que describió los toros como una acto moral en razón de su placer; es ese mundo que cautivó a Orson Welles hasta tal punto que pidió ser enterrado en la finca de una de los más grandes toreros españoles; es ese sello que llevo en el pecho, que no puedo ver ni oír, que me hace amar los toros sin poderlos explicar.
Quizás desparezcamos en la historia como el último vestigio de bárbaros crueles occidentales, pero solo sé que a mi abuelo le gustaban los toros, a mi padre le gustaban los toros, y a mí también. Hoy soy yo quien llora con las “naturales” de José Tomás.

Los toros para ser un arte, sólo pueden explicarse en términos de belleza y estética, en  términos que llegan a escapar a la percepción y a la razón, porque si se pretenden explicar de otra forma nunca dejarán de ser una cruel técnica circense.



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