viernes, 8 de junio de 2018

Perfil póstumo de José Zenón Santacruz




Fisiología moral de un abogado: la correcta vida del doctor Santacruz

FORO JAVERIANO recuerda con gratitud a un hombre impecable cuya vida sirve como ejemplo del significado profundo de ser abogado javeriano.


Autor: Leguleyo Minucio Régulo

El pasado 12 de abril, a las 9:45 p.m., murió el doctor José Zenón Santacruz, abogado javeriano y profesor emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad de Bouville. Esta breve nota no pretende ser más que un sentido homenaje a los esfuerzos y trayectoria profesional de un hombre imprescindible para el desarrollo de la ciencia jurídica nacional, inmerecidamente olvidado por su casa de estudios.

Encorbatado, serio, ortográfico, pretérito, decimonónico, incólume, inflexible, católico, apostólico y romano, obstinado en la observancia de la norma con el aplomo y el celo de un asceta. De buenas maneras, buenos modales, buenas palabras, a la manera de la buena educación burguesa. De latinajos y germanismos esporádicos y pedagógicos. Acartonado, cuadriculado, burocrático y notarial, moralista, límpido, puro, exculpado, absuelto e inocente en este mundo de infractores, delincuentes, transgresores, culpables, ladrones, violadores, malhechores, conculcadores, contraventores, inobservantes, vulneradores, pobres, iguazos e indios: ése era el doctor Santacruz. Desde niño manifestó un genuino interés por el derecho. En sus memorias, publicadas por la editorial Bruylant en dos volúmenes (Santacruz, 2015), confiesa que su primera palabra fue “usucapión”, término que prefirió siempre sobre el de “prescripción adquisitiva”, de la misma manera que Constantinopla en lugar de Estambul, y San Petersburgo en vez de Leningrado. La historia le dio la razón.

Hijo de una prestante familia payanesa de juristas, el doctor Santacruz consideró, desde muy joven, con altruismo admirable, que era una obligación moral convertirse en abogado. Por eso no dudó un segundo en hacer de la Facultad de Derecho de la Universidad Javeriana su casa de estudios, pues, tal como lo consigna en sus memorias, “la facultad era el espacio ideal para consagrarse al estudio del derecho sin la odiosa interrupción de la realidad nacional” (Santacruz, 2015, p. 35).

Ya como estudiante universitario, el doctor Santacruz fue un aventajado respecto de sus demás compañeros. Con inteligencia ornitológica, recitaba de memoria los artículos del Código Civil, y se esmeraba especialmente en ser lo menos claro posible. Devoraba la jurisprudencia de la Sala de Casación Civil, la doctrina francesa y nacional, y se acercaba a los profesores tras el final de la clase para hacer preguntas que sus compañeros difícilmente entenderían y que sus maestros elogiaban. Discutía de política con fervor rabioso, y encolerizaba cuando algún liberal osaba cuestionar los métodos de Laureano Gómez: “¡Bolchevique!”, sentenciaba.

Era también un asiduo lector de literatura, filosofía e historia. Pasaba las veladas componiendo versos desafortunados que terminaron en la papelera, salvo uno magnánimo que dedicó a la “Divina Doncella de la balanza y la espada” (Santacruz, 2015, p. 33); cuando el Derecho se apodera de un hombre, no hay exorcismo que pueda expulsarlo. Era el caso del doctor Santacruz. Vivía por el derecho. Lo leía, lo pensaba, lo criticaba, lo odiaba y lo amaba. Idolatró a Cambacérès, Ripert y Parrotin. Eligió el derecho civil por su fascinación por el derecho de propiedad, y más tarde, ante los “detestables” cambios culturales, elaboró su defensa del derecho de familia (Santacruz, 1991). En el ejercicio de la profesión, destacó como litigante furibundo, y emulaba con su discurso a cierto caudillo liberal inmolado, cuyo nombre prefirió nunca pronunciar.

Pero el doctor Santacruz no sólo se destacó como un excelso abogado. Fue ampliamente reconocido como hijo obediente, esposo irreprochable y padre ejemplar. Creció cargando las carpetas de su padre cuando éste tenía audiencia. Su esposa Teresa lo esperaba despierta hasta altas horas de la noche, cuando llegaba exhausto de su despacho. A sus hijos, José María y César Tulio, los educó como abogados desde temprana edad: los cuentos para dormir fueron reemplazados en su hogar por el Corpus Iuris Civilis y el Código de Napoleón.

La larga y prolífica vida del doctor Santacruz llegó a su fin por un evento funesto: se encontraba en su diván de cuero, releyendo unos pasajes del Deuteronomio, cuando un enorme volumen del Código Civil, mal acomodado en un anaquel, impactó su plateada cabeza. El golpe le produjo una hemorragia que lo tuvo convaleciente durante tres días. Al tercero, adivinando que el final se acercaba, solicitó que llamaran al padre Arnaldo, íntimo de la familia, para la extremaunción. Rodeado por su familia, se despidió sin derramar una sola lágrima. Antes de partir, exhaló estas últimas palabras: “A ti, Teresa, no te doy las gracias; no has hecho más que cumplir con tu deber”.

Obras sugeridas: La verdadera función de la propiedad (1937); Derecho, política y moral (1991), Memorias de un jurisconsulto (2015).

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