Muchas calles de Bogotá tienen su propio nombre, que en ocasiones define su naturaleza y carácter. FORO JAVERIANO se adentra en esas calles de ayer y de hoy, que aun tienen cosas por decirnos.
A diferencia de otras ciudades del mundo, Bogotá ha renunciado a bautizar sus calles y en lugar de darles nombre, ha preferido reconocerlas a partir de números según la dirección cardenal en la que apunten. Si bien podría atribuirse este fenómeno al triunfo de la tecnocracia, creemos más bien que se trata de un intento por dotar de lógica a una ciudad que carece por completo de ella.
Son pocas las calles a las que se refiere por su nombre de pila—la Caracas, la Boyacá, la Primero de Mayo— frente al predominio de los números, aunque muchas de ellas lleven un nombre impuesto por decreto, que los bogotanos desconocen o se rehúsan a usar.
En los años 30 Karl Brunner rompió con el trazado colonial de calles y carreras para la urbanización de uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Quizás, de resistir a ese orden mal razonado de los números, la calle principal de Bosque Izquierdo no tendría que ser a la vez la carrera 4ªB, la calle 26 bis A, y la carrera 3ªA, adaptándose a la numeración a lo largo de su serpenteante ascenso por la refinada colina del barrio; sino más bien, llevar un título más acorde a su naturaleza, o ser un homenaje al propio Brunner, o a Antonio Izquierdo, dueño de los predios intervenidos por el arquitecto austriaco.
Las casas y edificios de las ciudades pueden perderse de manera fortuita o deliberada, pero las calles estarán para siempre guardando los secretos y los acontecimientos más importantes de su historia. Lo que su memoria conserva hace parte también de nuestro patrimonio. Así, por ejemplo, aunque ya no exista el edificio Agustín Nieto, donde quedaba la oficina de Jorge Eliécer Gaitán, sabemos gracias a la inmortalidad de la carrera Séptima, el lugar donde estuvo ubicado, así como el lugar en el que el cuerpo del caudillo cayó aquél 9 de abril.
En esta oportunidad, FORO JAVERIANO se adentra en las calles la ciudad y en su memoria, objeto tan poco apreciado y atendido por la historiografía.
En Las ciudades invisibles de Italo Calvino—el mayor urbanista de la literatura—, Marco Polo describe a Kublai Khan una ciudad así: «la metrópoli tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que fue». Mauralia, como el novelista bautiza la ciudad, vive orgullosa de las postales que la recrean de antaño, pero que solo cobran valor en contraste con la ciudad que es hoy. El lector puede estar pensando en muchos lugares, pero yo le pido que piense en Bogotá. En efecto, la ciudad de cafés e iglesias que visitan nuestros turistas y que tanto encanto nos produce, no causaría tanta gracia si no fuera por la metrópoli «gris, monstruosa» en la que se ha convertido un siglo y medio después. Esta ciudad cosmopolita que habita el lugar de una que en el pasado también se llamaba Bogotá.
Es precisamente esa ciudad, la de ayer, la que aún conserva los nombres que popularmente le dieron sus habitantes. Muchos habrán visto las placas de calles como la del Carmen—actual carrera 5ª entre calles 9 y 10—, o de la Soledad—actual calle 14 entre carreras 5ª y 6ª—, pero la remembranza de su nomenclatura antigua no es gratuita.
En 1934 dos amigos, Enrique Otero D’Costa y Moisés de la Rosa, tuvieron una discusión respecto al nombre original de alguna calle de Bogotá, sobre el que no lograron ponerse de acuerdo. Resolvieron entonces que cada quien investigaría el asunto para aclarar el nombre y zanjar la disputa. Moisés de la Rosa, nacido en Barranquilla, santafereño por vocación, y descendiente directo de don Diego Domínguez de la Rosa, alcalde de la ciudad en 1656, se encargó de que el asunto no se quedara en un bache de una conversación entre amigos. Su instinto meticuloso e inquieto lo llevó a archivos insospechados que no solo dieron respuesta al origen de la discusión con Otero D’Costa, sino que lo introdujeron en una investigación de años entre padrones y registros notariales en búsqueda de los antiguos nombres de la calle de su ciudad.
De la Rosa asumió su trabajo como un deber. Se exilió de sus amigos y sufría por las constantes frustraciones que su labor le imponía. Cuenta Otero D’Costa que aunque por momentos se le veía malhumorado, sin contestar el saludo de quienes se lo encontraban, por otros se le veía feliz, celebrando haber encontrado en una misma semana el antiguo nombre de más de una calle. Fue el propio Otero D’Costa quien dio noticia a la Academia de Historia de la investigación de su amigo. En 1932, mediante un Acuerdo del Concejo de Bogotá, la Academia había sido encargada de determinar el nombre histórico de las vías que llevarían las placas del centro de la ciudad, y que hoy todos conocemos. De esta manera, dándose apoyo recíproco con la Academia, de la Rosa pudo terminar su investigación.
El resultado fue la publicación por parte de Ediciones del Concejo de Calles de Santafé de Bogotá, impreso en 1938 como homenaje a la ciudad en el cuarto centenario de su fundación.
Es gracias a este libro olvidado, que hoy podemos saber que los nombres de la Calle de la Fatiga o la Calle de la Agonía, responden al reto que impone a sus peatones su ubicación en esta ciudad empinada. Sabemos así también que a la Calle del Divorcio se le dio ese nombre por ser donde se encontraba la prisión de mujeres, llamada de igual forma. De esa misma manera nos enteramos que la denominación de la Calle de los Micos deriva de un puente de madera que atravesaba el río San Francisco, y que exigía a quienes lo atravesaban «ejercitar la ancestral agilidad simiesca de los que son los primos más cercanos de nuestra especie».
Aunque el listado podría seguir con cada vía que reseña de la Rosa, lo que queremos resaltar es que la nomenclatura de nuestras calles entraña un capítulo de la historia de Bogotá, de esa ciudad antigua de la que desciende nuestra metrópoli actual.
Lejos de ese corazón histórico del centro de Bogotá se extienden avenidas de varios kilómetros por las que todos los días circulamos (si esta ciudad intransitable me permite el verbo). Avenidas que reconocemos solo por su ordenación numérica, aunque muchas de ellas cuenten con nombres asignados por decreto, que se mantienen secretos para la mayoría de sus habitantes.
Pocos saben, por ejemplo, que la calle 92 se llama desde la Séptima hasta la Autopista, Avenida Alejandro Obregón. Que la calle 24 se llama Luis Carlos Galán. O que la 127 se llama Avenida Rodrigo Lara Bonilla, por haber sido esa la vía donde el Cartel de Medellín incursionó en el magnicidio como nueva herramienta de terror, asesinando al ministro de justicia.
Y sin embargo, estos nombres decretados casi a escondidas, dotan de cierta personalidad a las calles que bautizan.
La carrera Décima, esa gris avenida donde se elevan pesados edificios de juzgados, lleva el nombre del tres veces ministro y múltiples veces presidente encargado Darío Echandía. El homenaje cobra todo sentido al remitirnos a una de las máximas del personaje, la de que Colombia es un país de cafres. Pocos lugares son tan convenientes para tener presente la apreciación de Echandía que una vía tan temida por los ladrones que pueblan sus aceras—y los bandidos de otra naturaleza que ocupan sus edificios—como la Décima.
Muchos ignoran también, que la calle 94, que a la altura de la carrera 11 cuenta con un candelabro de siete brazos, se llama Avenida Estado de Israel. Y que la Novena, donde se erige un busto de Laureano Gómez, lleva el nombre de aquel presidente tan amigo del Eje y del franquismo. Quizás, si fuéramos conscientes de estas denominaciones, habríamos podido prever el auténtico holocausto que significó la obra que se propuso conectarlas, y a la que hoy, con acierto, solo podemos referirnos como el Deprimido.
Calvino escribió Las ciudades invisibles como una carta de amor a las ciudades en tiempos en los que es cada vez más difícil vivirlas como tales. De la misma forma, conocer la historia de nuestras calles y lo que ellas significan, lo que esconden de nuestro pasado y lo que nos dicen en el presente, es una forma de resistir contra el olvido y la abstracción de nuestras ciudades, en tiempos en los que es cada vez más difícil recordarlas e interpretarlas como ciudades.